Veo la laptop sobre la cama, está ahí, quietecita, como cuando la dejé hace un buen rato. La buena laptop, con su kubuntu bien instalada, a la primera oiga, sin demasiados problemas. En la pantalla se ve el editor de textos prendido, muerto de asco ensuciado por muchas palabras sin más sentido que el existir en un relato.
Pero no, no quiero ver la cama, o mejor, la computadora. Estoy adorando un pesado cacharro, todo de metal, que ha llegado a mis manos hoy día. Es una máquina de escribir de las de toda la vida. Es lo que tienen las herencias, perdón, legados, uno recibe los recuerdos hechos objeto por parte de una persona a la que, se supone, querías. En este caso, una máquina de escribir aún funcional (con todas las teclas y partes) y con el carrete de cinta listo para perpetrar, en una hoja, todos los garabatos mentales que pintamos con nuestro alfabeto.
A veces no tenemos mejor forma para pasar el tiempo, o que el tiempo nos pase, destruyendo un árbol y construyendo un cuento. Todo tiene un precio, parece ser.
Maravillado veía la máquina, esperando ante ella como cuando nos ponemos frente a esos viejos juguetes de metal, a los que tras darles cuerda un rato, y esperando que nada cruja, comienzan a moverse. Pero la máquina no va a cuerda, va a golpes. Y sólo se mueve como tú le dices.
¿Qué habrá sido lo último escrito en ella? No tardo en montar mentalmente todo tipo de historias, todo tipo de confesiones que esa persona ya fallecida pudo contar en su último toqueteo con la máquina, cuando decidió a, qué se yo, contar el mayor de sus secretos sin que su puño y letra se vieran involucrados.
Cada máquina es una firma en sí misma, no todas escriben igual, y mientras más escribes en ella más personalidad adquiere, la E se torcerá un poco a la izquierda, y la O que tanto se pega con la P decidirá que su espacio es un par de milímetros más cerca a la U. Una máquina de escribir representa el puño y letra impersonal y necesario para muchas de las cosas que nuestra muñeca se negaría a dibujar sobre un papel. Una Máquina es una personalidad agregada a la nuestra. ¿Cómo se puede heredar algo así? ¿Comenzaré a escribir en el mismo tono y sobre lo mismo que habló la persona ya fallecida en ese último uso?
Lo primero que una vieja máquina nos dice, cuando posamos nuestras manos sobre ella, es su nombre. Puede gustar o no gustar, eso le es indiferente, como marca ya su personalidad, ella, la máquina, decide lo que imprime en el papel. Su nombre es Isabel. Nombre aristocrático donde los haya, reinas y emperatrices han mancillado un nombre que, a bote pronto, me hace recordar a una Católica, una derrocada por la Gloriosa, una que aún gobierna unas islas, y me suena, de paso, otra con acento inglés y una que hablaba ruso.
Regresemos al relato, que me voy por las ramas, y al final nunca termino de contar las historias que jamás debí comenzar. Es un problema, la hoja en blanco reclama ser llenada y no hago más que ensuciarla…
Cogí la Máquina (aún no sabía su nombre) y limpié un poco el escritorio (eufemismo para referirme al acto de pasar todo lo que está en un sitio a “encima de la cama”), totalmente lleno de periódicos, carpetas de apuntes varios, y libros que a saber desde cuando esperan su turno para ser ordenados en una estantería que hace tiempo se quedó chica y donde la doble fila no se castiga con multa sino que se concibe como un premio a la perseverancia.
Puse la máquina en el centro del escritorio que, ahora sin tanta cosa encima, parece grande, y del paquete de 500 hojas retiré una blanca, bien blanquita la condenada, muerta de miedo por cómo la mancillaría, puesto que temblaba a toda pastilla… ¿O sería el viento que corría por la habitación? Metí la hoja y me quedé frente a la máquina, con los dedos listos para pulsar las duras teclas (siempre son duras en una Máquina).
Un flash back de esos me golpeó en la cabeza. Años atrás aprendí mecanografía en una máquina como esa, era frustrante ver cómo tus dedos meñiques se empeñaban en hacer su parte del trabajo y no conseguían levantar ni un poco los dichosos fierritos que debían atacar la hoja para marcar una letra. Como el macho pequeño de la manada que intenta seguir al grupo mientras huye de una no tan imaginaria amenaza, uno sigue intentando casi infatigablemente estar a la altura de lo esperado, pero no, las letras pulsadas con los meñiques no aparecían por ningún lado. Esto me había marcado, lo sabía, lo sé, y lo sabré. No uso los meñiques siquiera en el ordenador de marras, que sólo con mirar una tecla ya ha quedado la hoja ficticia con un carácter sobre ella.
Así pues, por mi mente comienzan a pasar los primeros momentos con una máquina al frente, esos en que uno lucha contra la imaginación, para saber qué poner, contra la máquina, para dominar todos los truquitos y tiempos de pulsación (sin que se atasque) y contra la hoja en blanco, que antes con menos (a mano) la llenabas más rápido. Una lucha que da personalidad tanto al que escribe como a lo escrito, donde se mezclan las vidas del autor y de la máquina que ayuda a la existencia, como herramienta necesaria, del escrito impreso.
Recuerdo pues el rodillo, o como se llame, que tan sufridor es. Todas las partes de una Máquina tienden a sufrir lo suyo, las teclas son brutalmente golpeadas, cuya venganza poética es gritar órdenes inmediatamente cumplidas por los fierros con las letras (¿tendrán algún nombre específico? Seguro que sí) los cuales desatan su ira sobre el blanco papel, cubierto por una cinta que, recibiendo un golpe lo traslada a la hoja. Al final del proceso, al rodillo sólo le queda aguantar todos los golpes de las teclas, es un trozo pequeño de materia que tiene el total de lo escrito por todas las personas que han tocado la máquina ¡¡es la memoria caótica de la Máquina!! Me gustaría saber leer entre las líneas del golpeado rodillo, que tan bien soporta la hoja, para saber toda la historia de vida de todos los que han puesto su grano de arena en esa máquina.
Ensoñaciones que quito de mi cabeza, seguía sin escribir nada en el ya colocado papel. Nervios.
Tic tac tac tac tac tac.
Isabel.
¿Pero qué rayos…? Su nombre. Ya me ha contado su nombre (eso o estoy pensando en alguien que no conozco), ahora es cuando podré, pensé en ese momento, escribir lo que me dé la gana, como quiera y para lo que quiera. La hoja no avanzaba, por tanto, nada escribía.
Moví todo, puse la hoja a la mitad y reduje los márgenes, sólo entrarían un par de palabras, así, escribiría un pequeño párrafo en el centro de la página, que llenaría por completo el vacío en blanco. ¿Qué podía poner? Nada lógico, nada que no sonase a nostálgico, nada que no pareciera un grito desesperado por decir otro nombre, pero esta vez de alguien que sí conozco.
Al final, fui capaz de escribir esas líneas para romper el hielo con la hoja, qué mejor que recordar a la persona ex poseedora del aparato mágico que imprime páginas según se lo voy diciendo. Nada más importante o profundo de lo que pudo ser su propia esquela. Sólo era un acercamiento con Isabel, un “sé quien te poseía, soy quien te quiere poseer ¿me dejas?” y que ella aprobara esta nueva relación.
Comenzaron a pasar incontables hojas por la máquina, estaba poseso total, no podía controlar ni lo que escribía ni las razones por las que lo hacía, todo fluía para afuera, me desahogaba como si hablase con un amigo, pero no de cosas mundanas, ni existencialistas, realmente no eran nada, no, esperen, no sé lo que eran, no leía lo que escribía, todo terminaba regado por el escritorio, por el suelo, sobre la cama, en cada uno de los rincones de mi memoria…
Terminé exhausto del derroche de energía, con los dedos adoloridos. Pero valió la pena, pude volver a un tiempo distinto, a sensaciones olvidadas. No hay color. Tanto tiempo toqueteando los débiles teclados de distintos ordenadores, para volver a disfrutar de la experiencia de una máquina de escribir. Es como, después de mucho tiempo usando rotuladores, volver al pincel, después de mucho tiempo con los lapiceros, volver a la pluma, después de mucho tiempo con los lápices, retomar el carboncillo.
Me levanté del escritorio lentamente, la idea de “no he comido” rondaba mi cabeza y gritaba en mi estómago, ya necesitaba una experiencia carnal del engullir alimentos, tal vez luego escribiría sobre eso ¿por qué no? ¡¡Ya nada me pararía!! Tenía una máquina de escribir que cumplía totalmente su función, el suelo daba fe de ello.
Después de comer recibí una extraña llamada, un error decían, el legado no me correspondía a mí, el bien otorgado no era la máquina de escribir, me quitarían a Isabel y recibiría un insípido e inútil maletín lleno de algo que no me interesaba, muy bueno me dijeron, el muy jijuna no sabía lo que me quitaba. ¿Qué se habrá creído? ¿Por qué rayos quien se había ido no me había dejado la máquina a mí? ¿Quién podría apreciarla mejor que yo? No es lógico. Isabel me había aceptado, y yo disfrutaba de nuestra relación.
Decidí que era el momento de fugarse, de hacer borrón y cuenta nueva. Recogí apresuradamente los papeles del suelo, de todos lados, los ordené como pude. Vacié, casi corriendo y sin saber bien lo que hacía, y que me aspen si sé lo que hice, unas carpetas y las llené de las páginas que Isabel quiso escribir. Dudé frente a la laptop, “¿me la llevo?” pensé unos momentos. Pero no podía dejar la otra posesión más preciada que tenía (y tengo), y donde está toda una vida. Al final metí el aparato portátil en la maleta, junto con un par de mudas e, Isabel en mano, salí corriendo del apartamento, sin volver la vista, huyendo por completo de una realidad absurda que reclamaba tener una máquina que había decidido quedarse conmigo.
Ya en la calle, lejos del apartamento recientemente abandonado, me di cuenta que no saqué el fajo de hojas blancas ¿Qué podía hacer sin ellas? No era nadie. Sin caer en el pánico, que poco a poco entraba en mi ser, me apuré en entrar a la copistería más cercana y pedir un paquete de 500 hojas, no vamos a negar la extrañeza de la joven dependienta, al verme cogiendo una máquina de escribir entre los brazos, vestido con el buzo de la pijama y una maleta arrastrada. Obviamente, me dio el paquete.
Ya al día siguiente de mi nuevo comienzo, de esa vida que me labraría al lado de Isabel, decidí que eso de dormir en los parques no era tan cómodo como parecía cuando me moría de sueño y no tenía donde sentar la cabeza, en la rotura de la vida anterior, aquella que me despojaría de Isabel, las tarjetas terminaron partida y las monedas que me quedaban no pagarían ni un mal albergue.
Ahora estoy sentado en la plaza mayor en una ciudad cuyo nombre espero no recordar, en el centro mismo de la plaza, escribo lo que puedo, me gano la vida así, los transeúntes pagan por un escrito salido de Isabel sólo para ellos, en un mundo donde todo es masivo, donde las letras son repetidas sin cesar en millones de potenciales pantallas o escritorios, ellos quieren un retazo de escrito personal, sólo para sus ojos, sólo para sus queridos. Eso es algo que una pluma da, pero con un compromiso demasiado alto, eso es lo que una máquina de escribir, a día de hoy, nos puede brindar, una marca personal en un texto con cierta coherencia.
Isabel conmigo está. Por una vez, soy feliz.