«Pero desde su propia génesis resulta ilegítimo democráticamente hablando. No nos sirve.»
Víctor Alonso Rocafort en El Diario.
Les recomiendo la lectura del artículo de Rocafort, «Expertos, objetividad y odio a la democracia», publicado ayer. Sin querer descontextualizar la frase citada, creo que se equivoca en plantear esas «comisiones» como parte del problema. En realidad la cuestión no está tanto en quién o cómo se hace un borrador, sino en lo que se hace luego con él. Bien señala Rocafort a lo largo del texto enlazado varias de las cuestiones, el discurso que envuelve dichos proyectos, la falta de debate posterior (ahí hay que incidir) y, por supuesto, ese «odio a la democracia» que se ve en la propia estructura de toma de decisiones y en cómo las mismas se venden. El problema, en el fondo y como ya señala el autor, es que vivimos en una democracia formal donde el acto de votar agota la vida pública… acto que luego no sirve para nada (como vieron los griegos o italianos recientemente).
¿Qué diferencia significativa está en que un borrador lo escriba un Fulano, un Mengano o un grupo de ellos? Si es un grupo, mejor que un individuo por su cuenta y riesgo (y si conocen cómo más de un proyecto de decreto, orden o similar se hace, sabrán a lo que me refiero). El problema no está tanto en la génesis (alguien tiene que lanzar el primer texto), sino en todo el proceso posterior. O en cómo se fundamenta dicho texto normativo.
Es habitual que un proyecto, más allá del primer borrador, circule entre distintos colectivos (todos ellos extraparlamentarios) y se abra un proceso de «consulta». Es habitual pero, normalmente, no es obligatorio. Incluso estos textos generados por «comisiones» luego son sometidos a este proceso.
El primer paso con todas estas normas, tal vez, debería ser imponer una serie de plazos y demás de consulta, similar a lo que se tiene que hacer con algunas normas (a veces solo se exige un plazo de información pública previa, ir un poco más allá de la misma y generalizarla). En otras palabras, uno de los caminos a adoptar debe ser la popularización de mecanismos de consultas públicas que, por ejemplo, desarrolla un organismo tan «tecnócrata» como la Comisión Europea, mejorando y flexibilizando el mecanismo; favoreciendo el debato dentro del mismo.
Lo negativo viene luego: sea porque da igual lo que los «afectados consultados» (normalmente fuerzas sindicales, patronales, asociaciones -propias de la materia o de consumidores y usuarios-) digan, en tanto que existe una decisión clara sobre el contenido y solo se cambian «detalles»; o ya porque se presentará ese borrador como una verdad inmutable y salida de los más insignes cerebros pensantes en la materia.
De nada sirve tener todo un sistema «participativo» en origen y proceso si quienes tienen que tomar la decisión final pasan olímpicamente de lo debatido. De nada sirve si esta actitud contraria a la participación luego es premiada en el ritual único que nos queda (las elecciones).
Es un problema cuando «politizado» o «ideológico» se usan solo como algo negativo, como si una decisión normativa no fuera política e ideológica en sí misma; incluso se llega al absurdo de un político pidiendo «no hacer política» con un tema concreto. Así que se da el poder a un grupo de «tecnócratas despolitizados y desideologizados» (un imposible) que realizan su actividad como si fuera una ciencia exacta; y se vende a la ciudadanía como tal. De ahí viene ese mantra imposible de aceptar de los últimos años: «es la única alternativa», y su coletilla circular de «hay que hacer lo que hay que hacer». Nunca faltó posibilidades, alternativas (en ese sentido iba el cuento de hace un año sobre nuestros gobiernos), pero las mismas ni se quieren discutir.
Hablando de alternativas, estamos entrando en una política de «alternancias» más que de «alternativas». Cuando se habla de la «salud democrática» de ir cambiando de líderes son modificaciones en los matices del ejercicio del poder mas no en el sistema mismo. Esto es, se habla y sacraliza la «alternancia entre partidos» (normalmente formaciones que no se diferencian mucho una con la otra) pero se intenta, por parte de esos mismos, el que el sistema sea intocable en el fondo; de ahí, sin ir más lejos, que se coarte el debate sobre el sistema económico (siempre debe ser el capitalista). Esto queda claro en la Unión Europea, que responde a una «economía de mercado abierta y de libre competencia» por diseño (art. 119 del TFUE).
Es difícil, sino imposible, avanzar en una democracia real (esto es, el poder del pueblo) cuando el sistema no se basa en la igualdad, cuando el mismo funciona en base a la dominación, al poder que se tenga. ¿Dentro del capitalismo es posible una democracia que vaya más allá de lo meramente formal? Lo dudo. Y este último punto, en nuestro «democrático occidente», está «excluido del debate». Como mucho nos dejan ante dos sabores distintos del mismo.