Pequeños apuntes sobre ética

Virtudes Cardinales de Rafael

Estuve preparando un pequeño material para una minicharla de formación sobre una introducción muy básica a la ética. No deja de ser una suerte de guion sobre el que iría haciendo cambios, ejemplos, preguntas, respuestas y demás durante la propia minicharla, pero no quería que quedara «desperdiciado» entre mis apuntes y ha decidido compartirlo por aquí:

¿Qué es la ética?

Todas las personas tenemos ideas, más o menos construidas y coherentes, sobre qué creemos que es bueno y qué es malo, qué es correcto y qué es incorrecto, qué es justo y qué es injusto, qué está bien y qué está mal… todas esas ideas existen en nuestras cabezas porque somos seres morales, porque tenemos una concepción ética construida.

Tenemos, por tanto, una ética personal. Pero esto no es suficiente, necesitamos una ética compartida, una ética colectiva que potencie el bienestar individual de todas las personas de una comunidad, que apoye los distintos proyectos de vida y que permita el desarrollo personal y grupal. Y ese es el reto.

Pero ¿qué es la ética? Ética, tras unos cuantos saltos en la evolución del lenguaje, viene del griego de êthos, que significa «carácter» o de ethos, que significa «costumbre» (sí, hay discusión sobre esto). Ambas palabras apuntan a algo parecido, ya sea porque lo consideramos algo propio de la persona (su carácter) o de su actuar (su costumbre).

La ética se encuentra en el estudio de la conducta humana, en lo que es correcto o incorrecto, bueno o malo, lo que es la moral, lo que es el buen vivir, las virtudes, felicidad y lo que es un deber… la ética actual, además, distingue tres grandes ramas, la metaética (estudio del origen y significado de los conceptos éticos), la normativa (buscar normas para la conducta humana) y la aplicada (la que se centra en problemas concretos o específicos).

En muchas situaciones tenemos que «elegir», elecciones que tienen sus consecuencias; Adela Cortina ya señalaba que continuamente estamos eligiendo, y que estas elecciones marcan las siguientes (generan una predisposición), por eso debemos intentar tomar «buenas decisiones porque vamos generando unas predisposiciones , que en el campo de la ética definiríamos como “VIRTUDES”».

En este sentido, esa ética personal y esa ética compartida se mueven en dos ejes fundamentalmente: lo que es valioso y bueno para la vida de cada persona y lo que es impuesto a todas las personas como obligatorio porque es «justo».

La ética está directamente relacionada con los valores, esto es, las conductas preferibles a sus contrarias (en otras palabras, un valor es lo que consideramos estimable, digno de ser honrado, preferible sobre otra conducta o cosa). El sentido de la ética práctica, vinculado con esto, no es solo la conducta ética como algo abstracto, no es «saber qué es el bien», es «hacer el bien» en cada situación.

A veces mezclamos ética y moral, que están íntimamente relacionados pero no son lo mismo (y aunque en el lenguaje cotidiano se puedan referir a lo mismo). Aunque se parecen mucho (y etimológicamente pueden venir de la misma palabra; moral viene del latín mos que es hábito o costumbre), en estos ámbitos las solemos diferenciar. La ética como lo global y lo compartido (o lo idealmente compartido) y lo moral como lo personal, como esas normas que aplicamos, a veces sin reflexionar, y que también hemos aprendido (no son innatas).

Algunas cuestiones sobre la ética:

  • La ética no se puede «imponer» ni es un instrumento adoctrinador.
  • El convencimiento es necesario, tanto como medio para hacer llegar la ética a todas las personas de la organización como el interno para aplicarla en el día a día.
  • La ética no es un «arma arrojadiza», no es un argumento para derrotar a otra persona, sino el punto en común para la deliberación.
  • La reflexión, el diálogo y la deliberación son los métodos fundamentales de la ética.

Aunque por ahora todo parece muy abstracto (y lo es), en realidad es algo dentro de lo que ya vivimos y donde ya tenemos las bases construidas, no hay que partir de cero ni mucho menos. Tenemos un elemento básico en común que, si bien es necesario dotar de contenido claro, sirve como punto de partida: los derechos humanos.

Los derechos humanos no son algo estanco o que ya se encuentra dado y cerrado (como digo, hay que dotarlos de contenido); poco a poco se han ido ampliando y también se puede retroceder en ellos; aunque parezca raro, es un punto en común muy básico que constantemente se pone el cuestión.

Y, junto con los derechos humanos, tenemos otro elemento central, que nos sirve para interpretar la aplicación de estos derechos: la dignidad humana (a la que también hay que dotar de contenido). El punto de partida es que toda persona es digna y se la debe tratar como tal. Cuando hablamos de la dignidad de una persona, debemos tener en cuenta que:

  • Una persona es valiosa en sí misma.
  • Una persona no puede ser usada como un medio para otro fin.
  • Toda persona debe ser tratada con consideración y respeto.

Partimos, por tanto, de un principio ontológico claro: toda persona es valiosa y no tiene precio. El respeto a la dignidad se vuelve, por tanto, una obligación moral absoluta. Esto nos lleva a un principio ético: todas las personas, por tanto, deben ser tratadas con consideración y respeto.

Los principios éticos (bioéticos)

Las sociedades han ido apuntalando, en sitios como Europa, lo que llamamos «Estados del bienestar», donde existen una serie de políticas públicas (fundadas en unas leyes) que apuntan a cubrir determinadas necesidades y mejorar la vida de las personas (ahí está el sistema sanitario o el sistema educativo); pero no basta ni mucho menos una estructura para que se pueda ir a lo cotidiano, y dentro de esas estructuras encontraremos con «choques» de elementos que, a priori, tienen igual valor y son igualmente defendibles como preferibles.

Dentro del ámbito sanitario (fundamentalmente) muchas veces se encontraban con problemas en que se ponía en cuestión la bondad de una actuación u otra; en un proceso no exento de problemas internos llegaron a adoptar una serie de principios universales que sirven como base para proteger la dignidad de la persona y tomar la mejor decisión posible. A estos les llamamos principios de la bioética (recordemos aquí que los hospitales o las zonas de atención hospitalaria –dependiendo del tamaño– tienen comités de bioética que analizan casos y parten, de forma consciente o inconsciente, de estos principios).

  • No maleficencia: evitar riesgos, no hacer daño. Lo hemos llevado a más, antes era solo no hacer daño en sentido estricto, como lo entendía la medicina clásica hipocrática. Ahora se considera que toda actuación debe estar sustentada por la evidencia científica y la capacitación profesional. En el ámbito sanitario está medio claro el funcionamiento de este principio, que parte de la protección de la integridad física y psíquica (aunque este último elemento se suele olvidar); las intervenciones, las actuaciones, suponen un riesgo y no se puede «perjudicar» más a la persona que es atendida por «probar suerte». En el ámbito social y en educativo esto es primordial por la cantidad de veces que actuamos sin evidencia científica. La capacitación de las personas que trabajamos para otras en el ámbito social es un elemento crucial para el buen hacer. No basta la buena intención ni, mucho menos, el «siempre se ha hecho así» (debemos desterrar la inercia).
  • Beneficencia: «hacer el bien». No basta con no hacer daño o, mejor dicho, no solo existe esa cara. Un principio básico es que las decisiones deben estar encaminadas a «hacer el bien», a proteger los derechos, la dignidad de las personas y, por supuesto, a potenciar su felicidad. Nuevamente, en el ámbito educativo y de los servicios sociales aquí hay una carga especialmente pesada para las personas que trabajamos, donde se nos obliga a pensar en lo mejor para las personas, en lo que más las beneficia no solo desde un punto de vista abstracto, sino uno directamente personal, desde sus valores, preferencias y modo de vida.
  • Autonomía: valorar y respetar lo que quiere la persona, pero también capacitar para esta autonomía desde la responsabilidad individual. En el ámbito médico, se ha entendido como autonomía que la persona pueda decidir por sí; y se ha extendido, además, a que cuando esta autonomía falta (en un momento puntual o de largo alcance), cuando se toma una decisión, no se haga desde la perspectiva de la «sustitución» (otra persona decide) sino desde la «representación» (otra persona decide, pero partiendo de lo que es importante para la representada). En los servicios sociales y educativos somos primordialmente autonomistas, nos sale solo; pensamos y actuamos desde esa capacitación a la autonomía (todo el proceso educativo es básicamente eso; pero es que el fundamento del trabajo social y la educación social modernos también parten de la autonomía). Pero somos autonomistas como una apisonadora, sin pararnos a pensar en lo colectivo e individual, aplicando recetas que deben conducir a algo sin tener claro lo que estamos dejando en el camino… Volviendo un poco hacia atrás en este concepto de la autonomía, tiene otras consecuencias, por ejemplo, en el ámbito sanitario nos encontramos con el «consentimiento informado» (se da toda la información a la persona paciente para que esta decida); el «consentimiento informado» es total y absolutamente necesario en la intervención social y educativa y no lo hacemos. A veces se entiende como tal el avisar, en la típica hojita que damos para una excursión, de las responsabilidades o los riesgos (en las hojas que dan los colegios se ve mejor), pero no solo se debe avisar de «lo malo», sino que se debe informar «de lo bueno» o de por qué se hace tal o cual.
  • Justicia: en la asignación de recursos, no puede haber discriminación; se parte de un derecho a la igualdad. Puede ser el principio más colectivo de todos, que tiene en cuenta que existe un límite en los recursos (humanos y materiales) y que, lamentablemente, no llegamos a todo, así que hay que priorizar y distribuir. Se parte de la no discriminación por todo eso que nos parece obvio: sexo, color de piel, procedencia, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social. Ahora bien, no hay nada más discriminatorio que tratar igual a quienes no están en la misma situación. Por eso las acciones de discriminación positiva, bien fundamentadas, son «justas». Los criterios de asignación de recursos deben ser «justos», «equitativos»; son, a la par que una limitación (no tenemos recursos infinitos), un instrumento para paliar las desigualdades sociales (usamos nuestros recursos para combatir la desigualdad). Es un principio que supone también la base de nuestras reivindicaciones frente a las administraciones: consideramos que no es justo el reparto que hacen de los recursos y reclamamos atención y asignación de recursos para cubrir determinadas necesidades colectivas y personales.

Estos cuatro principios, aunque los presente en un orden, no tienen jerarquía entre sí. No es uno más preferente ni se necesita «cubrir» uno para que otro sea «posible»; no es que «no maleficencia» sea la base para la «beneficencia», de hecho, a veces, pueden entrar en contradicción.

Y esta es otra, los principios no solucionan la vida de quien debe tomar una decisión, no son de aplicación automática, sino que se presentan situaciones donde los principios se encuentran en conflicto entre sí, donde respetar al cien por ciento uno supone, de hecho, vulnerar otro. Esa situación se debe valorar y se tiene que decidir desde la prudencia.

Ética aplicada en servicios sociales

Y llegamos a la cuestión de aplicar la ética o a cuestiones organizativas (cómo está organizada nuestra institución, cómo funcionamos) y a cuestiones particulares (en un caso concreto).

Cuando hablamos de ética, no solo hay que hacer las cosas bien (un fin), sino que el medio, el cómo hay que hacerlas, cobra tanta importancia como el fin mismo. No es posible llegar a un fin que consideramos correcto o bueno éticamente por un camino que no lo es.

Vamos a volver un poco al inicio: cuando hablamos de personas dignas, debemos tener en cuenta que somos únicas (cada quién); esto significa que somos personas diferentes capacidades y necesidades; con distintos proyectos de vida, códigos morales, gustos, sueños, deseos; pero también con distintos niveles de autonomía (no es lineal ni absoluta, es interdependiente).

Aquí nos encontramos con unos valores, que existen los grupales y los individuales. Con «valor» nos referimos a lo que está dotado de importancia para la persona o el grupo. Nos encontramos, frente a los principios universales, que los valores sí tienen un orden entre sí, que no son compartidos por todas las personas de la misma manera y que es importante su identificación y, en la medida de lo posible, su respeto.

En ética solemos distinguir dos tipos de valores, los instrumentales (son valores destinados a conseguir un fin, son valores que se pueden dejar de lado o se pueden cambiar por otros que nos ayuden a conseguir dicho fin) y los intrínsecos, que tienen que ver con la propia dignidad de las personas (Diego Gracia habla de algunos de ellos, como la autonomía, la inclusión, el bienestar personal y social, la protección de las personas, la justicia, la confianza, el respeto, la diversidad…).

Vuelvo a la ética en servicios sociales, porque en los últimos años se ha dado un gran cambio en la misma. Últimamente se habla de la «atención centrada en la persona», esto que en educación repetimos mil veces pero viendo las clases en los institutos está claro que no deja de ser una frase vacía, tiene una trascendencia fundamental: la organización, las prácticas y las actuaciones deben estar orientadas a ser «éticas» (desde los principios y valores) teniendo en cuenta múltiples visiones distintas sobre los hechos y, sobre todo, contando con la participación activa de la persona o personas «afectadas».

Aquí nos encontramos con escollos en el funcionamiento habitual de nuestros servicios sociales y educativos: ¿actuamos desde el paternalismo? ¿Somos un servicio asistencialista? ¿Somos dispensadores de «soluciones» o estamos atendiendo las necesidades desde una construcción social alternativa? ¿Cómo nos comunicamos con las personas con las que trabajamos? ¿Y entre nosotras?

Aunque decíamos que los principios básicos de la ética o bioética no tienen jerarquía entre sí, sí los podemos clasificar en dos grupos; por un lado, tenemos principios que responden a una «ética de mínimos» (no maleficencia y justicia), siendo su fundamento universal en la aplicación (consideramos que esto es «justo» y lo es independientemente de la situación, debe serlo siempre; la evidencia científica dice que «esto» si se hace «así» es «correcto», lo es siempre); no significa que sea una ética «estática» o que no se cambie, sino que, una vez establecido un «criterio», es universalmente igual para todos los casos; pero ese «criterio» se puede y debe revisar; en el fondo, el conocimiento avanza, los recursos y las situaciones cambian, las necesidades se modifican.

Por otro lado, tenemos unos principios que responden a una «ética de máximos» (beneficencia y autonomía), donde lo individual y lo colectivo complican la ecuación, pues los valores individuales y grupales no son iguales, no para todas las personas significa lo mismo lo que es bueno para sí, por ejemplo. Tampoco todas las personas tienen el mismo orden de valores, y ante un conflicto o una decisión se deben tener en cuenta todos ellos y cómo afectan a la persona o grupo destinataria, qué prefiere esta.

La ética de máximos, en servicios sociales, supone un paso más allá al simple «buen hacer organizativo y técnico» (que está vinculado con la ética de mínimos), la intervención está totalmente conectada con la persona con la que trabajamos, con las posibilidades y potencialidades de las personas, expresándose así en el desarrollo de la autonomía, la libertad y la equidad. Debe favorecer la toma de decisiones desde los mejores valores (sociales e individuales), siendo una atención proactiva, que facilite la autodeterminación y la capacidad de decidir, que se aleje, por tanto, de fórmulas asistencialistas y paternalistas.

Para que el trabajo diario tenga un sentido ético, la propia organización (la entidad, cómo se lleva, cómo funciona, cómo trabaja, sus protocolos y demás) debe partir de una ética organizacional, esto es, todas las cuestiones éticas deben impregnar todos los niveles organizativos y de trabajo, no solo aplicarse al caso concreto en la decisión final (sería remar contracorriente).

Los problemas éticos

Existe un problema cuando, al momento de tomar una decisión (que puede ser desde organizativa a una intervención en concreto) surge un conflicto de valores, esto es, los valores presentes entran en contradicción entre sí.

Normalmente los vemos, ante todo, como un dilema: tenemos que elegir o una cosa o la contraria. Cancelar por completo uno de los valores para apostar por el otro (en el caso de que solo haya dos en juego). Y si lo planteamos como un dilema ético, la cuestión se reduce a qué está bien y qué está mal entre dos opciones que las vemos como mutuamente excluyentes.

El trabajo está en volver ese «dilema» en un «problema», donde lo que vemos es que los dos extremos del dilema no son más que los «cursos de acción extremos», pasamos de un mundo de blanco y negro a un mundo de grises donde debemos elegir con prudencia entre todos esos cursos de acción intermedios… o justificar, en último caso, por qué se elige un curso de acción extremo (que puede ser, tras todo el análisis, el más óptimo y prudente).

Aquí las decisiones también deben tomarse teniendo en cuenta nuestra capacidad de llevarlas a cabo. De nada sirve trazar una resolución que es imposible, salvo para frustrarnos. Es lógico y razonable descubrir qué carencias tenemos al analizar vías de acción que no podemos ejecutar por falta de capacidad (medios humanos o materiales) y marcarnos como objetivo a medio o largo plazo cubrir dicha falta para poder realizar mejores actuaciones en el futuro.

Tener varios cursos de acción permite reaccionar más rápido cuando uno de estos (el preferible) no se puede realizar (por el motivo que sea, tal vez nos encontramos con la resistencia real de la persona destinataria o de la dirección de la entidad o una imposibilidad legal que surge a posteriori) o no ha dado los frutos deseados (porque nos equivocamos al diseñarlo o al implementarlo o porque dependía de terceras personas donde no se ha conseguido la pretensión o simplemente porque esto no es una ciencia exacta y a veces cosas que en su día funcionaban dejan de hacerlo en un caso similar) tenemos ya diseñadas o, al menos, boceteadas las alternativas de actuación.

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