«Felicidad» como obligación de Maduro

No sé qué le ha dado al actual presidente venezolano. Su país cada vez va peor y, claramente, él no es Chávez, ni se le perdonan los deslices ni le ríen las gracias como al anterior «comandante». No tiene ni su aceptación ni su carisma. Nicolás Maduro se empeñó en la campaña en mostrarse como un mero intermediario entre un espíritu (el Chávez, para más señas) y un gobierno «revolucionario», él simplemente cumplía la palabra del fallecido mesías. Pasaron las elecciones y él se empeñó en la locura. Sin solucionar las dificultades existentes en Venezuela siguió el atajo corto para intentar mantener su poder, no solo en el plano social, sino dentro de su propio partido.

Así que tenía que engordar el mito del líder caído y su relación directa con él: culto a la personalidad exagerado (como esa Constitución repartida a los críos en que su portada tenía al anterior presidente rodeado de infantes) y mantenimiento del elemento esotérico-espiritual (Chávez, de cuando en cuando, sigue apareciendo para que Maduro lo vea y transmita sus órdenes).

Junto con estos dos elementos fundamentales para justificar su discurso (porque es mucho más fácil el decir «me lo ha dicho un pajarito -Chávez, para los incrédulos-, esto es el camino correcto» que hacer un análicis racional y serio de la situación, aplicando un corpus ideológico concreto) aparece toda una nueva narrativa de la revolución bolivariana: la Felicidad.

La felicidad es el fin supremo de la sociedad en su conjunto. La felicidad, así establecida, es lo que el gobierno dicta y determina. Quien se oponga a la felicidad merece ser expulsado del sistema, sea de un palo u otro. Oponerse a Maduro (que es oponerse al espíritu no ya del chavismo, sino del propio camarada Chávez; por eso las elecciones serán «el día de la lealtad y del amor a Chávez», entre otros «detalles») es estar también en contra de la felicidad.

¿Qué es la felicidad? Esa es la pregunta clave y difícil de decir. Por lo pronto, más allá de «lo que diga el gobierno», la felicidad social (el apellido es importante) se muestra como el logro de los programas sociales del gobierno; sobre todo los asistencialistas (ya que el viceministerio coordina todos los programas, pero lleva los que tienen ese carácter asistencial puro).

Las palabras son importantes, llamar al viceministerio que lleva el tema social (y miren, no un ministerio, sino un órgano inferior) de «Felicidad Suprema» no es lo mismo que de «Justicia Social», «Inclusión Social», «Bienestar Social», «Igualdad» o similares. El nombre quiere demostrar la propia agenda del gobierno. Se abandona la inclusión o la justicia social en favor de la «felicidad».

Pero la felicidad también es el amor por el régimen (¿¡cómo!?), la lealtad por el líder caído (¿¡por qué!?; ahí está ese día en favor de Chávez) y la sumisión al poder estatal (el claro endurecimiento y criminalización de la protesta, la prohibición de la queja en alto).

La felicidad, en suma, es algo que se puede decretar (por eso Maduro extiende las navidades a dos meses enteros de fiestas -¡esa celebración tan laica!-), es ser un estómago agradecido (te dan cosas y tú dejas de cuestionar al gobierno), con ello no se rompen las injusticias del propio sistema, sino que se aplazan en favor de un sistema de asistencialismo y caridad.

No es la consecuencia del logro de un sistema revolucionario y diferente al capitalismo (vamos, conseguir una utopía socialista; donde la gente puede ser feliz gracias a que hay igualdad, justicia y solidaridad entre la gente, porque se ha roto el competitivismo sangrante y la explotación), que el gobierno de Venezuela realmente no persigue (mantiene, más bien, un capitalismo de Estado relajado donde hay una boliburguesía que engorda a costa de su propia gente); la felicidad, más bien, es un fin en sí mismo, ¡y un medio para conseguir ese fin!; un lema del partido-estado.

¿Estamos a un paso de que al disconforme -al infeliz, por tanto- se le tache de paria y antibolivariano?

No me digan paranoico, por favor, ya que tienen un presidente que al lado de sus bravatas místicas y decretos grandilocuentes sigue engordando una «milicia civil» armada para defenderse (él dice «defender la soberanía y el derecho a la paz»), manteniendo (como hacen los gringos, ¡vaya!) que el tener armas y comportarse como un ejército es la mejor forma de asegurar la paz, así pues Maduro quiere que todos los miembros del gobierno sean milicianos y milicianas. Y así, señores, es como se pasa de un gobierno de la sociedad civil a un gobierno militarizado y policial; ya bastantes milicos tenían los venezolanos en el gobierno, ahora, por orden presidencial, todos lo serán.

Maduro está abonado a la neolengua como ninguno, e insiste en gestos propios de un sistema de opresión militar directa sobre el pueblo. Eso sí, sonriendo todos, aceptando lo que reciben y la separación creada, como en la distopía de Aldous Huxley.

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