Lo bueno (y malo) de las salas de espera es que se tienen lecturas viejas para ojear en esos ratos muertos en que uno espera (y desespera) una serie de revistas más bien viejillas; además, uno tiene tiempo de detenerse en columnas o páginas que, de otra manera, no hubiese leído. Así me encontré con «Lo que callamos los hombres» (subtitulado «Cuando somos nosotros los que lloramos») de Carlos Galdós, en su sección «Hombre de a pie» (página 70 del Somos de 11 de febrero de 2017, posteriormente publicada en la web de El Comercio). ¿Por qué me pongo a escribir sobre un texto sin ton ni son de hace ya más de un mes? Porque me parece relevante para explicar cómo asumimos con normalidad el machismo.
Carlos Galdós no es un donanadie en nuestro país (a diferencia de quien suscribe estas líneas, por ejemplo), es un importante presentador de TV y locutor de radio, que lleva una sección más o menos desenfadada en Somos (ojeé varias revistas más para «pillarle» el tono, no sea que le haya malinterpretado en el texto del 11 de febrero, y no, por lo visto «así es»).
¿Qué tiene de especial la columna de marras? En realidad, nos relata una anécdota personal en que el autor termina regalando un anillo a su pareja, el cual hurtó al amigo protagonista de la anécdota. «Nada especial» en un hombre que llora por el amor perdido y otro que se aprovecha de la situación.
La cuestión es que el relato trata con absoluta normalidad una serie de elementos que deberían, si tenemos las «gafas violetas» puestas, hacernos saltar en una. Primero, nos hace pasar por buena gente y «normal» que el tipo percherón del grupo se emborrache y monte una bronca a primeras de cambio: porque eso es lo normal, que le perdonemos todo al borracho y que la bronca sea parte de la actividad de los hombres. «Así es», ¿para qué intentar corregir una conducta claramente asocial y disruptiva si es grandote y gana las peleas? (esto último lo asumo, sino ya no saldrían con él).
Dentro de los roles de género que el heteropatriarcado nos marca, a los hombres se nos prohíbe mostrar nuestros sentimientos (más allá de la agresividad), así que tampoco sabemos afrontarlos o trabajar con ellos, individualmente o en nuestro propio grupo. De hecho, dentro de la anécdota el autor pone en el pensamiento de una vecina que si un hombre llora es «maricón» (otro estereotipo marchado propio del machismo). Galdós (espero que por falta de espacio) no critica ni menciona nada de estos temas; sí me alarma que hace parecer a la chica de la historia casi como mala (y no es capaz de confrontar al amigo en ningún momento, de afearle nada, al menos no nos lo cuenta).
Tenemos a un sujeto que no ha sabido aceptar la ruptura (producida un día después de que le comprara un anillo de compromiso… ¿no se dio cuenta de lo mal que iban las cosas o pensó que con eso lo arreglarían? Bueno, a veces estas cosas sí pasan de un día para otro) y acosa a su expareja. La acosa. Al punto que la mujer en cuestión ha pedido al portero de su edificio que no acepte regalos que vengan de su expareja (como flores). El amigo grande no solo es un liante en los bares cuando se emborracha, sino que es un acosador, algo que, por lo visto, no preocupa a Galdós (al menos no lo suficiente como para afear la conducta en la columna que está escribiendo).
El amigo, claramente machista, ni siquiera puede aceptar que la actual pareja de su antigua enamorada sea «chato, horroroso y menor que ella». Los tres elementos están presentes en nuestra cultura machista, así pues, el hombre, para cumplir sus funciones de protector-padre, tiene que ser mayor que la mujer (nunca se plantea como algo negativo que él sea mayor que ella, en cambio sí la situación contraria) y, por supuesto, la belleza física que responda al canon es la correcta, más allá de cualquier otra consideración. Luego, encima, destaca que era un «misio», con lo que el rol protector queda aún más dañado.
Podríamos pensar que Galdós solo cuenta una anécdota y destaca comportamientos machistas del otro sin asumirlos como propios, que no necesita tacharlos porque son «evidentes en sí mismos», pero la historia contiene dos elementos que me hacen pensar que más bien ni se ha percatado de eso, que se hace el gracioso siendo al menos tan machista como el amigo:
Como mencioné al principio, el autor engaña al amigo para quedarse con la sortija («bótala […]. No guardes nada que te recuerde a ella») a la par que hace lo mismo con su mujer (primero le dice que el amigo llora por su abuela y luego le regala el dichoso anillo, confesando su falta con un chiste en el propio artículo publicado, para una suerte de humillación pública, imagino).
Y porque llega a esta conclusión: «los hombres también lloramos por amor pero, a diferencia de las mujeres, nosotros sí nos deshacemos de las joyas».
Cabe destacar que no se deshizo de la joya a voluntad propia, que tras un año de separación la llevaba consigo y que no era una alhaja que hubiera recibido en regalo, sino que la iba a regalar (por favor, son dos cosas tremendamente diferentes). Así el autor aprovecha para atacar a todas las mujeres por «quedarse» con las dichosas joyas. Además, su amigo no llora por amor, llora desesperado por una obsesión. El autor, de paso, nos muestra lo mal que gestionamos (que nos enseñan a gestionar) estos temas, al punto que el amigo de referencia del protagonista del relato, esto es, Galdós, durante todo el tiempo (tal vez ya por cansancio del tema, que un año de la misma matraca cansan a cualquiera) ve como una molestia el tener que auxiliar al protagonista (al menos nos lo relata así), es incapaz de buscar la ayuda de una tercera persona (su mujer, ahí arriba), sentir empatía (todo el tiempo es una visita a la que hay que soportar y darle puerta en cuanto se pueda) o mostrarse mínimamente solidario, al punto que engaña al amigo por la sortija de marras.
Este tipo de artículos, y que no salten las alarmas ante su contenido, simplemente muestran la necesidad de una consciencia feminista amplia, esas gafas violetas para ver y entender la realidad. Eso y que debemos romper ya los moldes impuestos por el machismo si queremos ser personas sanas en cuanto a nuestros propios sentimientos y la forma de relacionarnos con otros.