Aun les debo una entrada sobre Ricardo Mella, lo sé, lo sé. Por ahora conformémosnos con otra retraída y refrita entrada sobre elecciones y la abstención. Antes que nada, les recomiendo la lectura de dos artículos: «El derecho a no votar» de Carlos Elordi y «Elecciones Municipales 2012: La “Democracia” al descubierto» de Níkolas Stolpkin. Y ya que digo que es otra más, entre muchas, les recomiendo, de entre mis garabatos, las siguientes entradas o notas: «¿Deslegitima el ausentismo unas elecciones?», «¿A cuántos representan?» y «Sí a la participación masiva». Se nos recuerda continuamente que en la mayor de las democracias burguesas del planeta la participación es baja (más o menos el 50% en la elección presidencial), más aun, el sistema está montado para que así sea (y en determinados estados se dificulta más y más el acto de inscribirse e ir a votar), y no ponen voto censitario con determinados requisitos de riqueza o similares, porque, al fin y al cabo, tampoco lo terminan de necesitar para mantener un sistema que privilegia a la clase dominante.
En Chile han dado un paso hacia el voto universal y voluntario (¡a estas alturas del partido!) y lo que ha transparentado es algo que ya existía: Poco voto popular. Chile era un país con voto obligatorio pero en que uno tenía la opción de inscribirse voluntariamente en el censo electoral (y sin voto para sus ciudadanos en el extranjero), este sistema, nacido en el final de la dictadura (y no es un diseño inocente, podrán entenderlo) genera y generó una cultura de baja participación de algunos colectivos concretos (como son los jóvenes, sin ir más lejos). Esos jóvenes cuyo voto se busca desesperadamente solo cuando conviene (ahora en Argentina se ha bajado la edad de voto a los 16, en España en su día se bajó a los 18 para garantizar que la Constitución fuera refrendada).En el 2008 los jóvenes (menores de 30 años) representaban el 8,07% del censo electoral (que requería la inscripción previa), tras el cambio legal, pasaron a representar el 26,45% del censo.
En fin, el censo electoral chileno automáticamente se vio revisado con la nueva forma de entender la democracia representativa y pasó de 8,29 millones de votantes (2009) a 13,4 millones, esto es, un aumento del 61,78% de votantes, sin comerlo ni beberlo. Pero estamos hablando de cinco millones de personas que no querían votar ayer, que no habían ejercido su derecho a inscribirse en el censo. En vez de existir un «efecto llamada» con la nueva inscripción se dio un «efecto salida» de, quienes inscritos para participar en otras elecciones -como las presidenciales- se veían obligados a acudir a las locales que, por algún motivo que no termino de entender, siempre tienen menos afluencia, así estas elecciones han contado con 1,5 millones menos de votos emitidos (comparando las de alcalde de 2008 con las de alcalde de 2012). Y los partidos felices. ¿Reflexionan por la baja participación? ¡Les da igual! Siempre les ha dado igual. No vamos a descubrir América ahora. Eso sí, han descendido los votos en blanco y los votos nulos (aunque siguen siendo bastantes).
Las preguntas están en otro lado, al menos para nosotros: ¿por qué la izquierda no es capaz de movilizar a un electorado que, evidentemente, no le interesa un pijo votar? ¿Por qué creemos que la abstención daña al sistema? ¿Por qué nos esforzamos una y otra vez en demostrar el evidente divorcio entre la clase política y el pueblo y la falacia de la democracia representativa -que no representa a nadie- cuando eso ya lo sabemos desde hace mucho tiempo? O en otras palabras: ¿Qué estamos haciendo tan rematadamente mal para no generar un discurso alternativo y plantear una sociedad realizable que mejore la Democracia (como gobierno del pueblo que queremos que sea)? Y, en caso que la vía electoral esté agotada por absurda, ¿qué estamos haciendo mal para no ayudar a construir una democracia no electoral desde la base?
Debemos distinguir claramente el hecho de votar (participar en las elecciones sufragando) con lo que es una Democracia (con mayúscula), esto es, si reducimos una Democracia al voto, al hecho electoral en sí mismo (y nos ponemos a medir si se es mejor o peor por la mera participación, algo que a todas luces resulta absurdo por lo limitado), nos quedamos con, en el mejor de los casos, la dictadura en nombre de una mayoría y sirviendo a una minoría (esto es descaradamente patente cuando el partido más votado incumple su programa electoral y no lo paga ni siquiera con una posterior censura por parte de sus propios votantes, y no son pocos los políticos que reconocen que mienten en campaña, que no dicen lo que realmente piensan hacer), terminamos sacralizando las elecciones (sea cual sea su participación) y confundimos un acto de delegación con un acto de libertad.
El ausentismo electoral no afecta al sistema, no lo deslegitima (ya se encargarán sus medios de solo destacar los porcentajes de ganadores y perdedores dentro del pequeño universo de votos válidos; un ejemplo es toda la insistencia, cuando se habla del Estatuto de Cataluña, de haber sido aprobado por dos parlamentos y un referendo popular, olvidándose que en ese referendo solo participó el 48,85% de los ciudadanos catalanes, con lo que el sí -del 73,24% dentro de los votos válidos- es, realmente, del 36,19% de apoyo popular claro y contundente -y eso que no es el estatuto con peor votación, el de Galicia no llegó a tener una participación del 30% y el andaluz del 37%; el referendo para la mal llamada constitución europea solo atrajo a votar al 42,3% de los electores-), además, el sistema insistirá en que participa quien quiere (algo que es cierto) u obligará a participar (con idéntico mal resultado) o, en todo caso, perfilará un sistema en que dé igual, finalmente, si participas o no.
La democracia no está en las urnas, el ausentismo no pone en jaque las democracias burguesas en tanto que hablamos, como base, de democracias formales (ya se autocalificaban de democracia con voto censitario y solo masculino, y reservado solo para unas etnias determinadas, ¿acaso creen que les molesta la abstención?), ni siquiera muestra sus debilidades (como digo, ya se encargarán de justificarlo, si es que llega a hacer falta), como mucho, retrata a esos políticos que se llenan la boca de la palabra «pueblo» y se arrogan el derecho a representarlo cuando menos del 30% realmente ha votado por ellos. Pero se sienten bien y respaldados, y su minoría gritona insiste en los derechos de su líder, y todos los demás participantes del fraude al diccionario también defienden una legitimidad que esperan tener.
Todo esto, no hay que olvidarlo, dentro de un contexto en que realmente votar influye poco, esto es, difícilmente un partido electo cambiará a tal punto el sistema como para que suponga, su elección, revolucionaria, vivirá, en el mejor de los casos, un periodo reformista dentro del capitalismo mundial, con lo que todo cambia para que, en esencia y en lo importante, nada cambie.
Y sí, a pesar de todo, sigo insistiendo a todo el que puedo que vote, que vote a consciencia, nada de mal menor, nada de voto útil, es una de las pocas oportunidades que tenemos para opinar de forma fehaciente, porque lo nuestro no es más que una opinión, luego los «representantes del pueblo» servirán a una minoría (la clase dominante, la oligarquía económica) y se pasarán por el forro el mandato electoral (que no existe en nuestras normas). Y aun así hay que recordar que ningún gobierno electo es la voz del pueblo. Ninguno. Mientras tanto, construyamos de abajo a arriba, participemos y hagamos participar.