Y así acabó la gran transformación

La gran transformación terminó, no la del país, sino la de Ollanta Humala. Al igual que el cambio responsable fue el sufrido por Alan García, siempre desde el punto de vista de la oligarquía económica peruana, la transformación de Humala fue pasar de criticar con dureza los escritos de García sobre «el perro del Hortelano» a abrazar todas sus coletillas, puntos y comas. Su transformación fue relativamente rápida, no requirió gran esfuerzo para desembarazarse de los elementos «críticos», al menos de aislarlos, y cuando los aisló a estos elementos no quedó otras que tomar la puerta…

Ni en las formas ni en el fondo la política de Humala se distingue de la de García. Son «los otros», los «ideologizados» (con lo que abraza de paso el discurso «propragmatismo» del fujimorismo, donde ideología es sinónimo de dogmatismo fanático y se valora como positivo todo lo que el gobierno presente como pragmático, obviando su trasfondo ideológico, evidentemente), los «revoltosos», los «antipatriotas» (esa referencia al «propietario» de los recursos naturales va en ese sentido, así como en las múltiples acusaciones a los manifestantes de querer impedir que «el Perú avance»), los que odian a todos, en definitiva, los que protestan, y por ello no deben ser escuchados, deben ser tratados directamente como delincuentes. Y ya se encarga toda la prensa de presentar a los manifestantes como una sarta de terroristas que quieren destruir el Perú (esa misma que hasta hace un año demonizaban a Humala, y que solo en contraposición con Fujimori ganó un lavado de cara, y ahora aplauden hasta con las orejas al seguir la agenda de los mandatarios anteriores).

Todo esto cargándose la propia estructura jerárquica-institucional, donde el Estado central se salta a las autoridades locales para tratar con los afectados, o los que ellos determinan como tales, imponiendo sus soluciones por puro tamaño (hasta Bakunin hablaba de la necesidad de un nivel intermedio entre la comunidad local y la organización superior, y no es por gusto), arrollando. Siempre arrollando.

Sobre la «transformación» de Humala una nota sosegada de El Jorobado de Notre Dame (que firma como Carlos Meléndez en El Comercio siguiendo la recomendación de su DNI) daba cuenta certera de ella:

Humala-presidente privilegia la gobernabilidad económica. Padece de la ética del converso: se vuelve más fundamentalista que los originales defensores del modelo económico. No duda tomar partido, gritar a los cuatro vientos “Conga Va”, declarar su amor a los sectores conservadores a punta de Estados de Emergencia. Una vez en Palacio, tuvo la posibilidad de elegir su base de apoyo: los movilizados que lo sacaron del anonimato del outsider de turno o los poderes fácticos que son fanáticos del piloto automático. Eligió lo segundo. El resultado se ejemplifica en la ciudadana de Espinar que con Biblia en mano reclama al Presidente con resentimiento telúrico su primigenia agenda anti-minera. Decepción programática, reclamo radical.

Humala-candidato, en cambio, privilegiaba la representación política. No le importaba meter miedo “chavista” con tal de convencer a los marginados que la hora de la gran transformación había llegado. En política no hay vacíos, y al zafar cuerpo de la agenda reivindicativa, ha creado la oportunidad para la reproducción de los Rimarachín. Un legislador, un presidente regional o un alcalde no tienen el abanico alternativo del Jefe del Ejecutivo que puede gravitar en torno a grupos económicos; a ellos solo les queda responder a los ánimos movilizados de sus electorados sin calcular los efectos de la conflictividad en las inversiones. Rimarachín, Coa, Santos, Acurio, Mollohuanca optaron por representar lo que Humala abandonó.

Encima Humala-presidente vive en una burbuja de ayayeros e interesados. Esto es algo que se veía venir, más pronto o más tarde, por la ambigüedad ideológica del propio candidato, por una izquierda pequeña que se creyó grande por ir con el caudillo electoral de turno (¿cuántas veces podemos caer en la misma?), y no sé si es un justo punto medio (como varios analistas piden) entre lo que El Jorobado señala de representación y gobernabilidad es «la respuesta», en realidad cualquiera de esos intermedios presupone el no construir una democracia sustancial (superar su actual manifestación formal) y, por supuesto, mantenerse dentro del capitalismo.

Eso sí, mientras tengamos las mayorías políticas y oligarquías económicas que tenemos, todo candidato que se presente con una máscara transformadora vivirá el gran cambio en la antigua casa de Pizarro, y terminará besándole los pies y continuaremos con las políticas de «chorreo» y la criminalización total de la protesta.

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