La Comisión de la Verdad y Reconciliación considera que la Operación de Rescate de los rehenes de la embajada japonesa, capturada por un comando del MRTA durante más de cuatro meses (desde el 17 de diciembre de 1996 hasta el 22 de abril de 1997), fue una acción valerosa de las Fuerzas Armadas cuyos integrantes arriesgaron sus vidas y cumplieron con su deber al enfrentar exitosamente una situación compleja para el país. Además de este reconocimiento explícito a las Fuerzas Armadas, la CVR admite también que existen suficientes elementos para presumir razonablemente que durante el operativo de rescate se habrían incurrido en actos en hechos violatorios a los derechos humanos. Por eso resulta imprescindible una investigación, con imparcialidad e independencia, a fin de determinar las responsabilidades del caso. [Tomo VII, capítulo 2, punto 66, «Las ejecuciones extrajudiciales en la residencia del embajador de Japón (1997)» del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, PDF, ZIP]
El caso de las ejecuciones extrajudiciales tras la liberación de la residencia del embajador de Japón mediante la operación «Chavín de Huántar» sigue coleando. La historia más o menos todos la conocen, y sino mejor lean el punto enlazado del IFCVR, y también, en esta bitácora, las siguientes entradas: «Operación Chavín de Huántar: comandos responsables» y «Fujimori mandó matar a los emerretistas». El tema vuelve a estar de moda por dos informes periciales encargados por el Ministerio de Defensa que servirán en un proceso contra una serie de personas, entre ellas Montesinos, y para la defensa judicial del Estado ante la CIDH.
No se cuestiona el éxito militar de la operación, no se cuestiona el valor o la entrega de los comandos, simplemente se cuestiona una serie de muertes que tal vez no ocurrieron en combate. Los muertos en combate no son cuestionados, dos posibles rendiciones y el arresto de un tercer terrorista (que había escapado con un grupo de rehenes liberados, según un testimonio de uno de ellos) que fue llevado posteriormente a la casa del embajador y ajusticiado para que parezca muerto en combate. Se cuestiona que parece que existía una orden de no coger a nadie vivo y que los comandos la cumplieron (o dejaron que otros la cumplan, se habla mucho de «infiltrados del SIN» y se les sindica como autores de los crímenes, esto es, ajusticiamientos), y una actividad por parte del Estado de encubrir los hechos desde un primer momento.
Que en el régimen fujimorista, tras la misión, no permitiera a la Policía Nacional hacer bien su trabajo durante el primer tratamiento de los cadáveres (desde arriba se ordenó que no se hicieran las cosas como la ley las manda, «para agilizar» todo) es comprensible dentro de un esquema de ocultación y violaciones sistemáticas de los derechos humanos existente en Perú. El problema es que ya en el 2002, cuando se comienza a investigar el tema de las posibles ejecuciones extrajudiciales (tras una carta de Ogura, uno de los rehenes, al que Giampietri quiere que se le procese y a quien un comando señala como el infiltrado que ayudó al MRTA a perpetrar el secuestro, aunque Ogura no es el único testigo de irregularidades con respecto a la posible detención con vida de un emerretista), mientras un juez ordenaba la investigación, ya el Poder Ejecutivo y el Legislativo se movían y cerraban filas en torno a la versión oficial de la perfecta operación. El trabajo policial acabó indicando que al menos un crimen hubo, y que sobre las otras dos muertes cuestionadas no quedaba clara las circunstancias en que fueron abatidas esas personas, y ya ahí comenzaron los procesos penales. Si este caso sigue coleando no es por un gusto perverso a dañar a los comandos que ejecutaron la operación Chavín de Huántar, es porque tanto el Estado como los procesados han entorpecido todo el tiempo cualquier final.
En Perú cuestionar algo relacionado con la operación Chavín de Huántar o insinuar que hay que investigar las posibles ejecuciones extrajudiciales te convierte, inmediatamente, en «amigo de los terroristas», un «traidor a la patria», así cualquier postura que no sea la mera adhesión a la verdad oficial se vuelve una postura deleznable que hay que atacar por insana. Peor imposible.
Cuando Adrianzén, procurador del Ministerio de Defensa, afirma que no buscan favorecer a Montesinos y compañía, sino defender al Estado, nos recuerda uno de los grandes problemas de este caso: La defensa del Estado pasa por no reconocer el propio Estado de Derecho, es la misma huida para adelante que llevamos más de 30 años viendo, donde cualquier delito cometido desde instancias públicas se soluciona con el «era necesario» o «no pasó», donde los integrantes del Estado olvidan que no es lo mismo defender gestiones individuales (o colectivas, como es ordenar un ajusticiamiento) que defender el Estado, que pasa necesariamente por, ante todo, investigar cualquier posible irregular, no intentar una y otra vez tapar las mismas.
El Estado no es, no puede ser, como una persona que siempre defiende «sus» intereses, el Estado, al menos el Estado Democrático y de Derecho, responde a una serie de reglas que le deben llevar a depurar cualquier posible irregularidad que se dé dentro del mismo, a aceptar cuando actuó mal y a corregir estas prácticas, no a mantenerlas a toda costa. La única defensa que debe existir del Estado es el mantenimiento del Estado de Derecho, no el ocultamiento de crímenes.
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