Ella (I)

¡Qué suerte he tenido! pensé en ese momento. La miraba y escuchaba con una total atención, absorto en cada una de sus palabras, en la armonía que las mismas desprendían al conectarse unas con otras, formando hermosas figuras que el mejor literato ni ha soñado, y todo para explicar las cosas más sencillas de la creación. La miraba a la vez, era imposible apartar la vista de su persona, cuya sola presencia ya merece las más grandes loas, y encima sus palabras se entremezclaban con su aroma, con ese halo que poseen quienes brillan con luz propia. Llevaba, como les decía, horas con ella, feliz hasta la saciedad de haberla conocido, y parecía que, por alguna extraña razón, el sentimiento era mutuo. Nos encantaba estar conociéndonos, que es gerundio, ambos bromeábamos…

-Aguanta el carro cuñado -interrumpió de forma brusca Joaquín, mientras jugueteaba con la cerveza en la mano-. Raúl, solamente te he preguntado qué tal estás, porque, amigo, se te ve hecho un adefesio. Un bien habría bastado, un triste sobrado. Como dicen por acá: ¿qué me estás contando?

Las risotadas del tercer contertulio estallaron interrumpiendo el corte tal vez demasiado borde de Joaquín a Raúl. Qué personajes, pensaba Pedro, ¿de dónde habré sacado yo a estos colegas?, se preguntaba cada vez que se veía metido en las conversaciones de los otros dos.

La mueca de no me interrumpas que puso Joaquín era de antología, de esas que uno se imagina ilustrando un concepto en el diccionario de la Real Academia de la Lengua, si es que esos vejestorios se animaran a incluir gráficos que sirvieran de apoyo a sus explicaciones. Ante la mueca de Joaquín hasta el ensimismado Raúl soltó una pequeña sonrisa mientras que Pedro, el tercer contertulio, se sonrojó al ver que a su compañero de charlas y cervezas le había sentado mal su espontánea y burlona risa.

– Perdona Joaquín, pero es que vaya corte que te has mandado -se excusó Pedro sin abandonar la sonrisa, esta vez en tono más bien conciliador.

– Ya te pones de su parte, siempre te pones de su parte, no sé qué te hará él para que a la primera ya le estés defendiendo -comenzó la ya clásica postura victimista de Joaquín, sobre todo cuando le frenan a medio discurso.

– No me pongo de parte de nadie -terció Pedro-, simplemente ha hecho gracia cómo has callado a tu colega. ¿Para qué están los amigos si no es para llorar unos sobre los otros?

– No comiences tú también a filosofar, que acá hemos venido a pasar el rato, tomar unas chelas y, si se puede y no hay nada mejor en la tele, hablar de fútbol y mujeres, sentimientos bien aparte -concluyó convencido del papel del bar y las tardes del domingo entre amigos.

– Parecía que aquí tu amigo medio asceta y demasiado friki, y digo parece, estaba hablando de mujeres…

– ¡Qué carajo! -bramó Raúl, ya medio enfadado.- Si eso es hablar de mujeres vamos mal, muy mal.

– Por una vez, y sin que sirva de precedente, deberíamos escucharle, se le ve medio deprimido, y el alcohol y soltar todo su rollo le pueden ayudar -dijo en tono más que concluyente un Pedro que se comenzaba a cansar de la intolerancia al diálogo de Joaquín. Siempre igual, pensó para sus adentros.

Se hizo un silencio más que incómodo, unos momentos de indecisión típicos, todos bajaron la cabeza unos instantes evitando cruzar las miradas unos con otros. Raúl el más incómodo de todos, como no podía ser de otra forma. Se notaba que necesitaba hablar de lo que le había pasado, algo que era cualquier cosa menos habitual en él.

– Pero él paga las cervezas -aceptó, dejando como firmes las condiciones del trato, Joaquín, mientras señalaba a Raúl y miraba fijamente a los dos interlocutores.

Raúl asintió con la cabeza, se dirigió sin decir palabra alguna hasta la barra del bar y pidió una jarra de cerveza, dejando en claro con su pedido que esto iría para largo, y que Pedro había sido demasiado generoso con su oferta de escucharle. Una oportunidad así no se presenta todos los días, y Raúl tenía toda la intención de aprovecharla al máximo. ¿Cuándo sería la próxima vez que podría compartir nada con nadie? ¿Desde cuándo, además, él era lo suficientemente abierto y confiado como para solicitar la empatía de sus compañeros de bar o cualquier otro?

Una vez le dieron el pedido, Raúl se sentó con toda la lentitud del mundo en su habitual sitio, ante la sonrisa socarrona de un Pedro casi victorioso y un Joaquín ya aburrido, más pendiente, con el rabillo del ojo, del partido de tenis que se veía en la televisión de la esquina del bar. Raúl se acomodó muy lentamente, tomó un largo trago de cerveza, no sólo para humedecer una garganta que iba a soltar un interminable discurso, sino para darse unos ánimos que comenzaban a flojear, otra vez.

Raúl posó el vaso en la mesa, sin soltarlo, se quedó un rato mirándolo, olvidándose de la existencia de los otros dos parroquianos, amigos desde hace ya demasiado, con los que, como era costumbre, tomaba una caña con pincho todos los domingos a media tarde, haya o no haya fútbol. Raúl no sabía, realmente, cómo comenzar su relato y repasaba los hechos y sus sentimientos -¿no son lo mismo?- rápidamente para elegir la vía correcta para comunicar ambos.

– Ustedes me conocen desde hace mucho -por fin Raúl comenzó a hablar, los otros dos casi pegan un salto de sus asientos, como si hubiesen visto un fantasma, la resurrección de un muerto; aun así consiguieron asentir con la cabeza a tiempo para no pareciera que negaban el hecho-, llevo una vida de escéptico, incrédulo total ante ideas como media naranja, amor a primera vista, destino y demás barrabasadas que el hombre inventa para ocultar su propia ignorancia -se escuchó un chascarrillo de lengua incómodo, de Joaquín, al que ninguno de los otros dos amigos hizo el menor caso-, pero me encontré a mí mismo saludando a esa diosa destino en la que no creo, dándole gracias a una película que no merecería ni ser quemada en el más profundo de los infiernos, por la oportunidad que me brindó… ¡El destino! ¡Cuán caprichoso es el azar que, cuando parece beneficioso o desfavorable le atribuimos un plan divino que nadie ha trazado!

– ¿De verdad está hablando de mujeres? -interrumpió Joaquín, completamente perdido en una conversación no del todo deseada, a la par que se servía otro vaso de cerveza.

– Muy a su manera -se burló Pedro, con una sonrisa triste en el rostro, conocedor de cómo son sus compañeros de caña y pincho.

– El Azar y el Destino, dos conceptos incompatibles que viven en el imaginario popular cogidos de la mano para servir de explicaciones baladíes a simples temas de la vida cotidiana, que dan sentido si se tercia, a una realidad que no lo tiene- continuó Raúl sin hacer el menor caso ni a la pregunta ni a la burla-; obviamente no fue el Destino, pero si existiera un Dios sobre nuestras cabezas, todo lo que estoy contándoles sería una broma pesada del celeste ser…

» Ya saben que los viernes, tras el trabajo, suelo ir a la primera sesión del cine, casi siempre hay buenas pelis a esa hora, poco público y demás, tranquilidad y luego de vuelta a casa y tal. Este viernes no fue la excepción, al menos a la primera parte de la acostumbrada rutina, y vi una película cuyo nombre intento olvidar, éramos pocos durante la proyección, como casi siempre a esas horas.

» Mi decepción era mayúscula con esa película que no merece epíteto positivo alguno, pero recaudará millones por todos lados, pero aún así aguanté hasta el final de los créditos, deferencia que se debe tener siempre -Raúl hizo una pequeña pausa para mirar a los ojos de sus compañeros, con un gesto algo reprobador que parecía decir: siempre les digo que hay que mirar todos los créditos de la película, y ustedes ni caso me hacen– y de repente escucho ¿Tanto te ha gustado esta birria para que te quedes a ver los créditos? La frase espetada con una agresividad e indignación impropia para la armoniosa voz que la profería… -Raúl se quedó, de pronto, callado, acarició un poco la caña y bebió un trago largo.

» Ahí estaba ella -continuó momentos más tarde, mirando directamente a la nada-, casi no la podía ver, pero podía intuir la perfección de lo que no puede ser perfecto, podía ver, si me permiten la expresión, un alma determinada que no entendía para nada mi actitud. Yo no daba crédito ni a lo que veía ni a lo que escuchaba, atiné a balbucear unas palabras, que debieron sonar como una excusa demasiado mala, esa película no merece ni el nombre de largometraje, y entendía su indignación por haber gastado los cuartos en la descarada estafa, en la que entró en mi Partenón negativo como la mayor afrenta al mundo de las historietas… Tras la media excusa solté un ‘y hay que aprendernos estos nombres para incluirlos en la lista negra de personas que no se salvarán.’ Es estúpida, lo sé, no tienen que decírmelo, pero ella se rió y yo vi el paraíso.

– Si sigues hablando de forma tan huachafa te voy a mandar al paraíso de un puntapié -apostilló, medio en serio medio en broma Joaquín mientras se levantaba para pedir otra jarra de cerveza. Necesito más chelas para aguantar esta historia, pensaba.

– Joaquín… -recriminó Pedro, a lo que Joaquín respondió levantando las palmas como diciendo a mí que me registren, pero tengo razón.

A veces Pedro se tomaba muy en serio un papel de mediador entre los otros dos, de apagafuegos en una extraña relación mantenida a lo largo de los años contra viento y marea, y que ya no recordaban ni cómo había comenzado ni por qué. Guardaban poco en común la verdad, ni rango de edad, ni estudios, ni ocupación, ni nada de nada. La verdad, tanto Raúl como Joaquín eran peruanos de nacimiento, pero en lugares y situaciones tan distintas dentro de ese gran país que nadie se los imaginaría como compatriotas si es que ellos no lo decían. Pero ahí estaban, como los mosqueteros. Hoy tocaba escuchar a Raúl, no quedaba otra.

Joaquín prefirió esperar la cerveza apoyado en la barra, mientras se distraía viendo la televisión sin sonido a la par que escuchaba el bodrio de sonoro que fungía de hilo musical en el casi vacío local. Raúl estaba totalmente absorto en cómo la cerveza se movía en sentido contrario a su vaso. Reordenaba, claramente, sus ideas, para continuar en breve la explicación de tan extraña historia ante un malagradecido público. Pero era el único que tenía y también el único, sin dudas, que quería.

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