En Noticias Jurídicas publican un «(…) resumen de la situación actual de la relación entre Inteligencia Artificial (IA) y Derecho y del modo en que esta ciencia puede afectar o condicionar en el futuro el trabajo de los juristas»; según la entradilla del interesante artículo «Inteligencia Artificial y Derecho. Problemas y perspectivas», escrito por Carlos Fernández Hernández y Pierre Boulat. En mi cabeza revolotean ideas contra anécdotas y percepciones, con respecto a todo el tema que causa pavor en muchos amigos y conocidos… Esta entrada no es una respuesta o comentario profundo sobre el artículo enlazado, sino esa serie de ideas y anécdotas que quiero compartir (y que, creo, hasta pueden ilustrar las dificultades que el artículo menciona de forma académica).
Lo primero que me viene a la mente, relacionado con los problemas del lenguaje natural (punto 4.1 del texto enlazado), una anécdota que me contó un conocido jurista del ámbito en que me muevo: una editorial mandó a un experto el comentario de una serie de leyes (el ámbito es indiferente), ya saben, el típico código comentado en que se pone, bajo muchos artículos, una pequeña glosa de con qué está relacionado, cómo se interpreta por la mejor doctrina y jurisprudencia y poco más. Ese tipo de publicación es increíblemente útil tanto para el estudiante como para cualquiera.
Pues bien, la editorial manda el texto a un corrector de estilos (existen y son necesarios) que, a las pocas semanas -tras los airados reclamos del editor-, contesta que por supuesto aún no está listo el texto, ¡que es muchísimo! Resulta que el pobre hombre se había dedicado a corregir tanto el texto escrito por el jurista como las leyes y decretos que aparecerían en el código comentado (a su favor hay que decir que fue lo que le mandaron, sin indicación precisa). El corrector de estilos estaba asustado de todo lo que tenía que modificar, de todas esas frases que, en realidad, carecían de sentido; de todos esos errores gramaticales que pueblan nuestras leyes, de todos esos saltos de forma de hablar (no hay que olvidar que legislamos de forma continua, parcheamos y los estilos, formas y lenguajes conviven en el mismo cuerpo legal). Ya le avisaron que eso no tenía que corregirlo, solo las glosas.
Con esto quiero decir que el lenguaje jurídico, además de ser un galimatías para cualquier lego, lo es para cualquier experto lingüista. Incluso podemos reconocer distintos «idiomas jurídicos» según la parcela del Derecho donde nos movemos; también podemos encontrarnos con que la jerga actual no es la misma que hace cien años, aunque tengamos normas de esas épocas que aún nos afectan (no, no exagero, me quedo corto; como ejemplos me valen artículos como el 29 del Código Civil -1889- o los tres primeros del Código de Comercio -1885-).
Anécdota tangencial: rellenando unos formularios, en los últimos días, he discutido mucho sobre cómo interpretar un par de palabras y frases aparecidas en tres sitios distintos: ley, reglamento y formulario (legal, claro). Personalmente creo que el formulario está mal escrito (como mínimo) o, al menos, que le falta casillas para marcar (confundiendo dos conceptos). A mí me parece que se está confundiendo «exento» con «obligado pero no reúne los requisitos para ejecutar la obligación». El funcionario de turno no está nada de acuerdo conmigo, lo ve clarísimo. La gente con la que he hablado del tema está dividida, existe también una tercera visión. Lo práctico se impone: se corrige o modifica según lo que el funcionario dice. En el fondo, todos estamos de acuerdo con la aplicación concreta del precepto legal y su reglamentación, pero no con las palabras usadas en el formulario y cómo ha de rellenarse. Me pregunto cómo lo haría una Inteligencia Artificial… y por qué su opinión valdría más que la nuestra.
Cuando pienso en cómo se puede enseñar a una máquina a entender esas diferencias, a poder contextualizar cada palabra (cuándo se hizo, qué significaba, su evolución jurisprudencial y doctrinal y su uso actual) para emplearla correctamente, me recuerda a largas discusiones sobre instituciones jurídicas, al profesor de Derecho Civil (varios palitos que nos dio en la UPV-EHU) contando la importancia de conocer la naturaleza jurídica y la historia de la institución… eso lo puede manejar bien una máquina, no digo lo contrario, pero hay una parte de mí que quiere seguir viendo cómo somos nosotros, los operadores de todo esta entramado lingüístico, los que vamos cambiando los contenidos de las instituciones a nuestro antojo, saltándonos lo que existe. Eso que a veces llamamos retorcer la ley, otros, en términos más modernos y nacidos en la era digital y para un ámbito concreto del Derecho, a veces proclaman como hackear el Derecho (o derivados similares).
Todo esto nos conecta, en realidad, con otros problemas mencionados en el artículo: la capacidad para la analogía (u otras técnicas para rellenar las lagunas legales, mencionado en el 4.3), para entender y usar los conceptos (y saber cómo adaptarlos a lo que necesitas, que no siempre encaja), el proceso de determinada información que está lejos de ser clara y concisa, no son ceros y unos (seguimos en todo el punto 4.3).
Esto último siempre me hace recordar un pequeño ensayo que leí hace ya demasiado tiempo, cuando aún andaba por cuarto o quinto de carrera (ahora tenemos que saltar a la biblioteca de la USAL); libro que no recuerdo título y autor (así soy de estupendo con estos temas) pero que me llamó la atención por dos motivos: era de un matemático y trataba sobre la búsqueda de un sistema matemático-informático para ser aplicado en la resolución de casos.
La introducción del pequeño texto nos contaba (si mi memoria no falla demasiado) cómo el autor, matemático, encontraba la justicia increíblemente ilógica, arbitraria; soñaba, en esa primera época en que se veía en las computadoras (aún grandes) soluciones de nuestros problemas (de toditos), así pues, este investigador soñaba con máquinas expendedoras de Justicia (con mayúscula). Dedicó un gran esfuerzo en aprender el Derecho y luego en aplicar sus conocimientos en ambos campos, para reconocer solo las dificultades que entrañaba el trabajo que se proponía.
Vuelvo a saltar en el tiempo, comentaba a un amigo, informático él, que me quería dedicar a la investigación en Derecho (aún entre la filosofía del Derecho y el Derecho Laboral… ese fue el motivo en que inicié el doctorado); él se sorprendió mucho, no entendía qué podíamos andar investigando: nosotros hacíamos las leyes (como nos salía de las narices) y nosotros las aplicábamos (también fluentes nasales). Intenté (creo que sin éxito) explicarle algunas cosas, cómo vivíamos autojustificando por qué nuestras disciplinas existían (en realidad, por qué deberían ser obligatorias; esto es, justificando la fuerza coactiva del Derecho) y que no es tan fácil decir «pasó esto y esta es la consecuencia jurídica» (como pensó el matemático del caso anterior). Se investiga y mucho, en distintos ámbitos… y no siempre lo que sirve en uno es aplicable a otro.
Hablando de investigación y retomando las matemáticas, no puedo dejar de mencionar el «Modelo lógico del Derecho Penal» (PDF) desarrollado desde mediados de los sesenta por Olga Islas Magallanes y Elpidio Ramírez Hernández, cuya influencia hasta en la elaboración de normas se puede llegar a notar. En una entrevista del 91, el catedrático José Antonio Valenzuela Ríos expone los beneficios de toda esa aplicación de la lógica matemática en las ciencias jurídicas y de cómo podría ser el uso del cálculo computacional. En ninguno de los enlaces sale, pero el modelo llega a proponer una suerte de fórmula matemática para hacer válido los preceptos y poder aplicarlos.
Este tipo de modelos reciben, a veces, la dura crítica de ser «el arte por el arte», estar alejadas de la política-criminal (en el caso del Derecho Penal) y, por tanto, pueden resultar ilógica su aplicación en la creación de la legislación penal. Las implicaciones prácticas, dicen (y en gran medida comparto) importan y mucho; así pues, algunas veces no hay nada más injusto que aplicar la ley tal cual (y nuevamente retomamos los problemas del 4.3 del artículo).
Aún así, y sin descartar la necesidad de aplicación lógica de las proposiciones, el mundo del Derecho no sancionador es extremadamente más complejo en cuanto a la relación de normas, costumbres (sí, también ellas) y demás que deben cumplirse, o no, en cada caso.
La ciencia ficción (siguiendo con este popurrí de saltos temáticos que ando haciendo) se ha ocupado y mucho en algunas consecuencias político-sociales del desarrollo tecnológico y la Inteligencia Artificial ha estado continuamente presente planteando todo tipo de dilemas éticos. Para aterrizar un poco: Isaac Asimov desarrolló ya hace más de medio siglo las «tres leyes de la robótica», que terminaron siendo cuatro. Algo que me parece increíblemente interesante de la mayoría de relatos donde aparecen, es el planteamiento de cómo esas reglas tan «sencillas» (en un postulado lógico-causal) pueden llegar a plantear situaciones realmente complejas, cuya solución está lejos de ser clara o a cuya conclusión no todos llegan de la misma forma. Al punto que se tuvo que incluir una «ley cero» que, en gran medida, era un matiz importante (y utilitarista) de aplicación de las anteriores. Podemos, así, ver cómo hay cosas que están lejos de ser fáciles de construir y plantear.
El Derecho, en este sentido, atiende a una realidad compleja y debe dar respuesta a esta. Cuando se modeliza (como se hace en otras ciencias sociales y económicas) no obtenemos o podemos obtener los beneficios que ocurre en esos otros ámbitos (simplificación de la realidad para poder estudiarla y predecirla, sabiendo que al simplificar siempre se nos escapará cosas -y bien que lo entienden los economistas-) sino que nos pasa lo contrario, tenemos algo aún más obtuso que la aplicación mental pura nuestra.
¿Por qué digo esto? Porque el proceso es, a veces, el contrario que en esas otras ciencias, que de determinados relatos históricos o actuales, se adecuan a un modelo y nos dan unas predicciones o, al menos, reglas generales o significados globales; mientras que nosotros hacemos el otro trabajo: con unas reglas más o menos arbitrarias (tanto en lo positivo como negativo), aplicando (y como nos vienen) unos principios e interpretaciones (jurisprudenciales y doctrinales) que matizan y deforman esas reglas y conceptos, con un limitado conocimiento de la realidad (para entendernos: la verdad judicial –pdf– no es la verdad o la realidad) construimos una aplicación concreta a una situación determinada. O lo que es peor, construimos las reglas arbitrarias que menciono al principio… o los principios o su interpretación.
La búsqueda de esa respuesta última a todas las preguntas, de esa Inteligencia Artificial capaz de entendernos y contestarnos, parece que nos lleva simplemente a recibir un 42 de contestación.
Entonces están los otros posibles usos de la inteligencia artificial, en sentido amplio o estricto, a la labor jurídica. Y esto entraña otra serie de cuestiones que, espero, abordaré con igual informalidad que esta primera de la lógica y el lenguaje…