– Mira, no lo entiendes – cortó en seco Joaquín mientras se daba media vuelta. Se dirigió hasta la puerta donde se detuvo unos instantes, parecía que iba a rectificar, que giraría aunque sea un poco la cabeza para decir algo más, Marta contuvo la respiración en lo que sintió como una eternidad, como una espera imposible, pero Joaquín solo atinó a bajar un poco la cabeza y marcharse dando un sonoro portazo.
Marta se quedó de pie un largo rato, aun le parecía ver la figura de Joaquín ante la puerta y sentía la necesidad de rehacer ese último momento, de decirle que no se fuera, que sí lo entendía, que había espacio para el diálogo, llena de angustia porque él no se dignara siquiera a decir adiós… Pero ella tampoco lo dijo, y se torturaba por ello.
Irremediable, la situación era irremediable, al menos eso rumiaba la mente de Marta mientras que ella se servía una copa de vino tinto, lo necesitaba como nunca en su vida había requerido del alcohol. ¿Así acabaría todo?
Marta, con la copa de vino y la botella de compañía accesoria, intentó distraerse con todo lo que había en casa, se conectó a Internet un rato pero estaban los marcadores de Joaquín como una amenaza constante, se sentó a leer pero la novela empezada, «Las Cenizas de Ángela», habían sido un regalo de Joaquín tres días atrás, sin venir a cuento de nada, él siempre tan detallista, y tan estúpidamente resolutivo, encendió la televisión para descubrir América: Apesta. A ciertas horas, la televisión es un nido de la nada más absoluta, el resto del día es un hervidero de morbosidad y desinformación, más un poco de entretenimiento que no se puede llamar «barato» si pensamos en la producción.
Por más que lo intentó, no lo logró, Marta seguía pensando en esos últimos momentos, en todo ese pasado compartido, en lo que habían tenido que luchar para estar juntos y se había ido al traste en unos minutos de nada, aplastado por una mentira finalmente destapada, en su origen pequeña, pero como toda buena mentira, creció lo indeseable hasta arrasar una relación considerada como perfecta por todas las amistades comunes, levantaban envidia y lo llevaban con la humildad de quien se sabe ganador de antemano y no quiere alardear.
Se puso a repasar mentalmente, con más alcohol en la sangre de lo deseable, esos momento tragicómicos, cuando se conocieron, cuando él le invitó a salir por primera vez, en pareja, una cita en toda regla, cuando ella descubrió que él estaba emparejado, que ella era «la otra», y cómo consiguieron resolver ese inconveniente, como él lo llamaba, terminó con su pareja para que ella, Marta, se volviera novia formal, cómo algunos de sus amigos pusieron el grito en el cielo en un primer momento, él no era de su clase social y otros le reían la gracia, se emparejaba con alguien que no compartía para nada sus libertarias y libertinas ideas de la vida, y cómo consiguieron superar la fuerte resistencia de los padres de Joaquín, tan conservadores ellos que no entendían que su hijo se fuera a vivir con una extranjera, diez años mayor, de manera extramatrimonial, «en pecado», como decía la madre de él cada vez que tenía oportunidad…
Todos esos momentos de los que luego se reían, como si hubiesen sido confeccionados desde un principio por un dramaturgo deseoso de plantear la comedia romántica definitiva mezclando absolutamente todos los tópicos y estereotipos, como si eso alguna vez hubiese funcionado de alguna forma. Su vida conjunta era así, y les gustaba, se recreaban en el absurdo de sus papeles en dicha comedia imaginaria.
Una idiotez, eso era, para Marta, lo que acababa de desencadenar la marcha abrupta de un normalmente calmado Joaquín. Encima, el muy idiota, se había ido solo con lo puesto, tendría que volver, y ella no hacía más que plantear esa posible situación, ese reencuentro, esas palabras, tal vez de disculpa, de quien sin duda era su pareja más deseable, «el hombre de su vida», dirían las huachafas de sus amigas, mientras la miraban con esa cara de «si al final eres como nosotras», ella que había convivido con otros tres hombres, a la vez, y con alguna que otra mujer en distintos momentos de su vida, y que siempre había renegado de la estabilidad de la familia tradicional, ya llevaba un decenio largo conviviendo con un solo hombre, de una forma totalmente convencional, hipoteca mediante.
Ella había aceptado la vida en pareja, de esa forma tan tradicional, sin anillos ni contratos eso sí, hacía ya tiempo, cuando superó sus propios prejuicios y se dio cuenta que, realmente, lo tenía todo con él, conseguían ser uno solo, y lo que era peor para su antiguo estilo de vida, no se imaginaba ni con otra persona ni sola. Y ahora, habiendo alcanzado los cincuenta años poco atrás, le aterraba la idea de tener que comenzar de cero, de iniciar una vida por su cuenta, de perder todo ese apoyo que había tenido durante tanto tiempo, y eso que era una mujer totalmente independiente, y bastante hermosa aun, «quien tuvo retuvo» le solía decir un antiguo amante reconvertido en amigo de la pareja, y sí, Joaquín sabía todo lo de la relación pretérita, y o fingía muy bien, o confiaba mucho en su novia, porque no mostraba el mínimo atisbo de celos frente al antiguo amante.
Hacía rato que ya había amanecido, Marta no pudo dormir nada esa noche y ya tenía la resaca de todo el vino bebido para olvidar, ćon el que tan solo había conseguido recordar todo un pasado juntos, toda la escena que puso fin a tan idílico romance que había superado los tres años del enamoramiento que dicen los científicos que dura. ¿Dónde estaba Joaquín? Marta, esa mañana, no fue al trabajo, no tenía fuerzas para ello, ni ánimos, así que llamó a la galería que regentaba y avisó que no se pasaría por ahí ese día y no dio más explicaciones, no tenía por qué darlas, no por gusto era su galería, puesta tras años de luchas contra todo para sacar adelante un proyecto artístico rompedor en una ciudad tremendamente conservadora. Pero no le iba mal.
Sonó el teléfono a eso de las once de la mañana, Marta se quedó mirando el aparato un rato, sin saber si debía contestar, ¿sería posible que fuera Joaquín? Raro, él no solía usar el teléfono para nada, y si tenía algo que hacer lo haría en persona. Tal vez, pensó Marta, era uno de sus amigos, él habría ido a casa de Juan tal vez, y él, tras la noche de conversación y comprensión, la llamaba para ver si lo arreglaban, tenía que ser eso, seguro que lo era. El teléfono seguía sonando y por fin contestó, de la forma más calmada que pudo.
– Buenos días, ¿esta es la casa de Joaquín Ramos? – preguntó una voz de señorita al otro lado de la línea que descolocó por un momento a Marta.
– Sí, lo es, pero…
– ¿Es usted Marta Et-sévarria?
– Etxebarria – corrigió Marta rápidamente, en un acto reflejo -, sí, soy yo.
La señorita, que se identificó como enfermera de un hospital de la zona, instó a Marta a ir al hospital, que ahí le informarían de todo, que sí, que la llamada estaba relacionada con Joaquín, y que necesitaban su presencia, que se calmara por favor, que esa ansiedad en nada iba a ayudar, que gracias por su atención y que se identifique en la recepción principal.
Marta colgó el teléfono sintiendo una punzada fortísima en el corazón, algo iba terriblemente mal, algo le había pasado a su pareja y por eso estaba en el hospital, y ella tenía que ir… ¿Por qué tenía que ir? ¿A qué? Se dio un duchazo rápido en agua fría, para ver si eso le «despertaba» y «disipaba» un poco el dolor de cabeza, se vistió con lo primero que encontró en el demasiado atiborrado armario del que tanto se burlaba Joaquín. Llegó rápidamente al cercano hospital, se identificó en recepción ante una ya avisada auxiliar que rápidamente llamó a un médico.
Tras un larguísimo minuto de espera, interminable para Marta, apareció un alto médico, de unos cincuenta y tantos años, alto y delgado, ataviado de la preceptiva bata blanca y ese aire de suficiencia que dan los puestos de poder a los médicos ambiciosos, que tras presentarse solo por su nombre pidió a Marta que se sentara, por favor, y le explicó la situación: Tras una serie de pruebas, se ha identificado de forma provisional a Joaquín Ramos, que tras entrar en la UCI durante la noche, falleció en el cenit de la madrugada, y recién poco antes de las once pudieron saber unas horas atrás, y que necesitaban que alguien identificara el cadáver, ya que el causante carecía de documentación, eso o tendrían que hacer pruebas de ADN y demás.
Marta no se lo podía creer, mientras escuchaba la breve explicación, expeditiva y con tono bastante neutro, aunque con atisbo pesarosos, sentía cómo el alma le abandonaba el cuerpo, cómo la sangre dejaba de fluir con solturas, cómo las fuerzas decían acá se acabó todo, pensó en varios momentos que se desmayaría, pero no sucedió. Acompañó al facultativo a la morgue del hospital y reconoció rápidamente a quien fuera su pareja, que no tuviera el rostro desfigurado la tranquilizó un poco, se había imaginado un terrible accidente. Parecía dormido, gélidamente dormido.
Pidió información al médico, un robo, le dijo, todo parecía que se resistió, lo apuñalaron, y se llevaron todo lo que tenía, en el parque San Francisco, una señora que paseaba a su perro a media noche vio el cuerpo y llamó a la policía, sangraba pero no tenía conocimiento, llegó al hospital en coma y todo se complicó, nada se podía hacer realmente… Marta no quiso saber más detalles, ni los entendería ni importaban realmente, alguien le apuñaló, alguien le intentó robar y, algo fuera extraño para el carácter de Joaquín, él se resistió con un fatal resultado. Le avisaron que la policía se pondría en contacto con ella para hacerle unas preguntas, y demás. No importaba.
Durante el funeral Marta apareció como la novia, fue ella quien lo organizó todo, sabía que Joaquín y ella habían, de hecho, acabado horas antes de su muerte, pero solo ella sabía eso, y también sabía que solo ella podría organizar un funeral más o menos digno para quien debía ser su pareja hasta que la muerte les separara, y así se presentó en sociedad, aunque reconcomida en la culpa de esa última noche y de lo que les separó, se atormentaba pensando que si hubiese mantenido unas horas más la mentira que finalmente llevó a Joaquín a marcharse, él no habría muerto.
De su pelea no supo ni la policía, ni sus más íntimas amistades, ni los padres de él, que lloraban como descocidos a su perdido y único hijo, ni nadie, ni tenían por qué enterarse de nada. Ella no se estaba aprovechando de nada de él, poco tenía y poco recibiría, no era eso por lo que ocultaba la pela, era por lo absurdo de la situación, por la vergüenza de haber perdido a su amor horas antes de la pérdida material de su vida, porque ella guardaba, hasta ver el cadáver, la esperanza de la reconciliación, porque no debió acabar así. Solo con pensar en que tenía que explicar todo eso la llenaba de vergüenza, algo impropio en ella.
Pero Marta sentía, además, culpa, y demasiada. Se sentía estúpida por sentir culpa, y eso la deprimía aun más, sumado a la depresión que iba para largo por la muerte de su amado. Efectivamente, como dijo Joaquín antes de marcharse, ella no entendía ni entendería el enfado de su pareja, no comprendía por qué alguien sensato como él puso fin a su relación por algo así, intuía que no fue por la mentira en sí, sino por el hecho que cubría la mentira, una piadosa y absurda, si a ella ni le gustaba el fútbol. Ese día él se enteró que ella era de la U, y él era «grone» de toda la vida, y eso trajo consigo una ridícula discusión que acabó con la marcha de la casa común y propició su violenta muerte. ¡Pero a ella ni le gustaba el fútbol!