Sentado en lo que llaman playa, escucho a unas señoras mayores hablar sobre política; interesante. Cierto consenso manifestado va por el lado de «todos son iguales» y «ninguno merece nuestro voto» -a esta declaración solemne siguieron muchos así es y pero ninguno-. Esa misma señora, eso sí, precisó:
«Pero hay que votar, si no votas, otros votan y sale el que no te gusta, ese es el problema».
Remarcó que era un problema que saliera un incompetente o alguien que no te gusta… el resto del grupo de señoras, mientras usaban los aparatos de ejercicio al aire libre, le dieron la razón… poco a poco decayó el tema, el volumen de la voz de ellas y mi interés por su conversación.
Pero me quedé pensando (tras escribir en un cuadernito esa declaración y un par más, en el mismo sentido): ¿es un problema que ganen los que no te gustan?; si todos son iguales, ¿cómo es que unos son más iguales que otros para poderlos preferir?
Cuando oigo o leo cosas del estilo de esa señora -muy abundantes, y seguro que de mi pluma ha salido alguna, tal vez en sentido inverso-, me parece que algunos de los que lo expresan así vivirían -o vivieron- con extraordinaria placidez -citando a un exministro- una dictadura que fuera de su gusto. En esa escala, lo importante es que el gobierno sea del propio agrado y el sistema en cómo se decide el gobierno es secundario.
Ahora viene -o continúa, según se quiera ver- una importante época electoral, con lo que realmente sería importante analizarnos y analizar el sistema en que vivimos -sí, el sistema, no hay que darlo por hecho ni por bueno-. Pero no estamos -y sé que generalizo y no está del todo bien- dispuestos a dialogar sobre nada: el problema son los otros. No nos llegamos a dar cuenta de la facilidad con la que crucificamos todo pensamiento que el vecino suelta y no coincida con el nuestro.
Cuando se leen unos resultados como «la sociedad ha hablado y es pluralista» -lo que dicen constantemente de la nueva fragmentación en Andalucía- estoy completamente convencido que equivocan las palabras: primero por intentar dar una única voz a un conjunto disperso -la sociedad– y, segundo, porque la mayoría de gente quiere que gobiernen los suyos, sean los que sean -demonios, yo voto para que gane el partido al que he votado, no para que fracase estrepitosamente la práctica totalidad de las veces, ni siquiera para que sea una «oposición responsable», aunque espero que así sea; pero por puro egoísmo de buen perdedor-. La sociedad no ha hablado, algunos votaron, que no es lo mismo -¡¡ley del número de Mella!!- y, por otro, no es «pluralista» -que busca la pluralidad- sino que es plural -y viendo los resultados, ni siquiera es tan plural como exageran los medios-. Y eso es lo que hay que gestionar.
Digo que no son -somos- pluralistas, la pluralidad la pueden -podemos- tolerar o, incluso, respetar y saber gestionar; pero lo que se vota es por el triunfo, por gobernar. Lo que es peor, queremos que ese o aquel no gobierne -y en los sistemas de dos vueltas o los mayoritarios, eso se vuelve el pan de cada día y tal vez el criterio más decisorio, lo cual pervierte el sistema-. Esas señoras son un ejemplo: el problema es lo que votan los demás. La pluralidad -resultado de los votos de todos los que tienen derecho- es un problema.
Ahora bien, esta anécdota me recuerda las distintas opiniones sobre las elecciones y todo ese tema de «hinchas» de un partido –son todos iguales, pero yo voto a los míos, aunque sean incompetentes y ladrones-, la falta de análisis de las alternativas –como todos son los mismos, ¿para qué replantearse la papeleta?– y demás, por un lado, y todas esas personas que no votan en ciertas elecciones por no conocer todas las alternativas; el veleta que vota lo que está de moda o contra el gobierno de turno; los que consideran que su voto, entre tantos, carece de valor real -por experiencia, debería estar en este grupo, pero soy testarudo- y demás fauna. Pero ya para otra nota.
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