¿«Conectado» es lo mismo que «informado»?

Desde antes de las elecciones el movimiento encabezado por Pablo Iglesias –luego llamado Podemos- ha tenido una trascendencia pública tal vez mayor a la que los más optimistas en el partido esperaban y deseaban. Supieron jugar sus cartas y que todos hablasen de ellos -algo positivo en ese mundillo-, ya sea para mostrarles como una alternativa a los anquilosados partidos en el poder, sobre todo los de la izquierda institucional -IU y PSOE, fundamentalmente- o para que les muestren como la «nueva amenaza roja» -cosa que les reafirmaba ante su potencial electorado-. Algunos partidos han sobredimensionado todo lo que significa o podía significar la cuarta nueva fuerza electoral en España -y lo han hecho para lastimar a su principal competencia y para reafirmarse ante su propio electorado, no por error o falta de olfato político-. Tras las elecciones europeas, además, se (¿nos?) lanzaron a analizar quiénes podían ser los votantes de Podemos, los reales y los potenciales -importante esto último cuando las encuestas muestran una tendencia al alza de este nuevo partido, que recién se está configurando-.

Algunas hipótesis se lanzaban y se intentaban probar con los pocos datos -reales- que se contaban: que si más bien eran jóvenes hasta ahora no movilizados -en las contiendas electorales- pero sí politizados -en movimientos sociales; piensen en 15M y mareas de todos los colores-; que si era un electorado más transversal que el inicialmente pensado; que si era la generación que votó por Rodríguez en el 2004 -incluso 2008- y que desde el 2010 huyó de ese partido con el corazón roto; que si bien los anteriores pueden ser, hay que sumarle a los de IU hartos de su formación -depende de a quién leas será porque no son lo suficientemente «rojos» o porque lo son demasiado-; que si son más bien todos los manipulados por la prensa perversa de izquierdas dirigida desde casi todos los canales de televisión -sí, esto se ha dicho y se ha intentado probar-; que si… Ya lo habrán leído o escuchado. Ríos de tinta y horas de tertulia cubren toda la amplia gama de opiniones posibles.

El último informe del CIS publicado trajo un nuevo impulso a estos análisis; no solo porque traía mejores datos para leer -lo que nos diera la gana, ya saben cómo se interpretan las estadísticas-, sino porque, además, confirmaba esa tendencia al alza a la que ya apuntaban otras encuestas y similares. Dentro de las lecturas concienzudas del «fenómeno Podemos» se encuentra el artículo de José Fernández-Albertos en la bitácora de sociólogos y politólogos «Piedras de Papel» (El Diario), «Jóvenes, politizados y camaleónicos: algunas claves del éxito de Podemos» (del mismo autor: «El voto a Podemos en cuatro gráficos», artículo publicado poco después de las elecciones). Cuando leí ese artículo -el de Jóvenes…- me mosqueó cómo trabaja con la variable de las redes sociales (que Fernández-ALbertos ya pone entre comillas) y la autoconsideración de estar informados; sobre esto último -lo de muy informados y tal- también se destaca en la nota «El votante de Podemos y sus circunstancias: joven (pero no solo), con estudios y urbano» de Pau Marí-Klose en la sección Agenda Pública de El Diario.

Tras la peor introducción de la historia -todo lo anterior es para hablar de lo que quiero hablar, que no es Podemos como tal ni sus votantes-, voy al meollo: «¿Está informado y conectado el votante de Podemos?», de Manuel Arias Maldonado, también en la mentada Agenda Pública de El Diario, pone en cuestión tanto el punto de «estar conectado» (y qué rayos mide eso realmente) y lo de «estar informado».

Es interesante como la mayor cantidad de información a la que podemos acceder -y con más facilidad para alcanzarla- no va acompañada, por lo visto, de una mayor pluralidad en las fuentes de información; de hecho parece que el uso de esas mal llamadas «redes sociales» simplemente es para escuchar los ecos de los propios pensamientos -y de que todos los buenos que opinan como uno- y no para un intercambio de ideas -ojo: el formato de la principal «red social informativa», Twitter, es cualquier cosa menos favorable al diálogo-; cuya valoración -tiempo de conexión como algo positivo- va más allá de una verdadera lectura como «tiempo para la información».

Me parece que la crítica que hace Arias contra la «autopercepción» y con ese dibujo del hiperconectado como informado es bastante atinada -sí, pueden ver todos mis sesgos, prejuicios y demás funcionando en esta frase-. Arias afirma:

No en vano, los ciudadanos suelen creer que están suficientemente informados, igual que casi todos creemos salir a la calle bien vestidos cada mañana. Por otro lado, si cabe suponer que el votante medio de Podemos se adhiere a un ideario político más o menos radical, hablamos de ciudadanos que, por estar ya de antemano más politizados, propenden a la búsqueda de información, pero difícilmente de una información plural. Probablemente, de hecho, el votante radical cree que sus medios informan mejor por ser más honestos que los mayoritarios, y, por tanto, que sus hechos con más concluyentes que los de su oponente. Finalmente, por añadidura, estar más informado que la media en un país como España, a la cola europea en la información política de los ciudadanos, tampoco significa gran cosa.

(…)

Digamos entonces que la autopercepción no nos sirve para medir el grado de información de un sujeto. Sería necesario cruzar esta evaluación reflexiva con otros datos, relativos a los hábitos concretos de consumo de información: qué se lee, por cuánto tiempo, con qué frecuencia. A su vez, aunque la presencia en redes sociales pudiera ser indicio de una mayor conexión con los flujos de información, ésta no puede darse por supuesta, por la misma razón por la que resulta bien poco noticioso que un grupo de votantes situado mayoritariamente entre los 18 y los 54 años (como es el caso de los de Podemos) esté conectado digitalmente, ya que, ¿quién no lo está hoy en día? ¡Si el 73% de los españoles tiene un smartphone!

En este contexto, aunque el paulatino relevo generacional esté provocando un gradual desplazamiento de los medios tradicionales a los digitales, parece aventurado pensar que ese tránsito pueda comportar una transmutación del ciudadano medio, que pasaría de apenas leer siquiera el periódico a informarse con avidez a través de las redes sociales. Más bien empieza a confirmarse la reproducción digital de los patrones tradicionales de información política, si no su empeoramiento. Un estudio reciente señalaba que que sólo el 4% de los usuarios de internet norteamericanos son activos consumidores de noticias, definidos estos como aquellos que leen al menos diez artículos y dos piezas de opinión en un período de tres meses. Y entre nosotros, sólo el 8% de los ciudadanos paga por obtener noticias online. Y así como comprar un periódico es, o era, un signo inequívoco de tensión pública y de interés por la realidad política, entrar varias veces a la web de ese mismo medio es un signo equívoco, porque no sabemos qué hace exactamente el lector ahí (aunque, si atendemos a la lista de noticias más leídas de cada web, podemos hacernos una desoladora idea). Asunto distinto es el valor estético que se atribuye a la conectividad del ciudadano, que parece ser más moderno por el solo hecho de frecuentar las redes sociales, cuando es bien sabido que éstas pueden emplearse para tratar asuntos estrictamente privados o extrapolíticos.

Es interesante -y para Podemos, como partido, debería ser doblemente interesante- ver cómo, eso sí, el que una persona tenga o no cuenta en una de esas «redes sociales» -en igualdad de condiciones- influye en la posibilidad que tiene de votar a un partido u otro –el gráfico 2 del artículo de Fernández-Albertos-. La diferencia en el voto a Podemos, a la misma cantidad de información que el votante cree tener -Fernández-Albertos tiene el cuidado de siempre indicarla como autopercibida-, es bastante alta según se tenga o no una cuenta en esas «redes sociales». Tal vez estemos, sin mucho más, a la forma en que actualmente se configura la opinión pública en cuanto a ciertos temas. Algunas redes sociales -y en particular Twitter- tienen un sesgo bastante curioso que puede ser bien aprovechado por las campañas de publicidad.

Para volver sobre la pregunta que abre esta nota: estar conectado -y todo el día, en muchos casos- no significa estar informado -mucho menos el estar «bien informado»-; de hecho, ese rechazo constante a los «medios de comunicación tradicionales» aleja a ciertas personas de algunas fuentes de información -al menos podría o debería servir para el tema de la pluralidad-; también las prácticas habituales en los «nuevos medios / redes sociales» favorece cualquier cosa menos el consumo reflexivo de la información que se recibe y el debate sobre la misma -miren nomás el tiempo medio de permanencia de los que llegan a sus páginas por medio de Twitter y similares y, a la par, fíjense en la cantidad de enlaces que se rebotan en las redes sociales y la velocidad con la que se hace-.

Ahora bien, sí me parece probable que quien esté todo el día conectado «se crea» más informado, «crea» que su punto de vista, además, está más extendido de lo que realmente se encuentra -y ahí el sesgo de muestreo crea un efecto de falso consenso, el sesgo confirmatorio y todas esas cosas que corresponde mencionar-.

También significa que la gente pasa más tiempo en otro espacio que podría ser de intercambio -real- y de información -amplia- y no lo están (estamos) aprovechando. Ahí existe un trabajo para realizar, una tarea pedagógica que tenemos pendiente -y es en parte culpa al falso concepto de «nativos digitales», que nos hace pensar que no es necesario una educación cívico-digital-. (El otro espacio es, lógicamente, el entorno físico. No hay que olvidarlo, sigue siendo -el más- importante).

Es un riesgo, además, que los votantes de un partido comiencen a verse a sí mismos como más informados que el resto porque les puede llevar a despreciar a ese resto y obviar sus observaciones y puntos de vista.

En esta bitácora, además:

Excurso: con este título he recordado una entrada de Versvs; la verdad es que no creo que sea aplicable la experiencia del inglés para el caso hispanohablante, ni que la ley referida sea para opiniones cuyo titular es un pregunta retórica, aunque evidentemente este artículo sí responde a eso de contestar con un «no».

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