Hubo un pequeño momento, realmente pequeño, en que él pensó que era una buena idea. Soltó todo lo que tenía en mente, tras tantos años de rumiarlo, de carrerilla. En su cabeza eso funcionaba igual que una oposición: tenía que soltar la larga parrafada reflexionada y llena de florituras, circunloquios y palabros anticuados, tal cual la había aprendido, que era como la sentía pero en palabras más bien poco claras, aparentemente directas y sin tapujos. Todos los puntos sobre las íes se pusieron en una larga perorata digna de tal nombre.
No faltaba nada, contando los miembros del tribunal de marras; que no era un tribunal como tal, claro, más bien un grupo de gente que sin querer queriendo –que diría aquel– contemplaron tan inesperada –larga y abrurrida para extraños– declaración.
Nuestro –posteriormente– afligido personaje aprendió, nuevamente, que la memoria servía de poco en estos casos; que las palabras aparentemente bonitas no cambiaban parecer alguno, que los pensamientos profundos mejor cuando se comparten previamente que cuando se sueltan al aire sin más sentido que exponerlos.
–Creo que no tienes corazón –le dijo la muchacha de tez morena y mirara inteligente, solo para salir de tan complicado trámite a la que se veía expuesta.
El muchacho, por su lado, se quedó perplejo. Él sabía que lo tenía, tanto literal como metafóricamente; en todos los sentidos otra cosa no, pero corazón tenía, estaba seguro de ello. Días después de los sucesos acá narrados –aunque hablamos de varios que son uno, y uno que son varios– fue a un cardiólogo para comprobar la literalidad; y acudió a una consultora en una revista «para nenas» para comprobar lo figurado: conclusión, corazón tenía.
Lo que no contaba era con el entendimiento profundo de lo que había pasado. ¿Por qué? Siempre daba vueltas a su cuadriculada cabeza. No salía de su asombro al descubrir tajantes respuestas un día sí y otro también. Luego, tras descubrir un delfín y una ballena autoconsciente de por medio –plagio, por otra parte, de un gran escritor de lo profundo y lo absurdo–, se percató que su pequeño cerebro era capaz de contar todo tipo de historias, encontrar correlaciones y pensar en causalidades, donde no había nada más allá de «comerse el coco», como normalmente le decían sus caballeros y damas que tenía por amigos.
Se dio cuenta que la pregunta «¿por qué?» no solo era insuficiente desde todo punto de vista teleológico, que era, finalmente –como su propio nombre indica– lo que buscaba; pensó que mejor era cuestionar el «¿para qué?»; un matiz en el fondo absurdo que en el momento de plantearlo le llenó de la autosatisfacción propia del descubrimiento de América tras más de quinientos años de encuentros intercontinentales. Vamos, como le decía el más sincero de sus amigos, un soberano gilipollas –para usar, y sabrán perdonar, su nada inexacto pero bastante soez lenguaje–.
Tras semanas de planteárselo –nunca es tarde si la idea es buena… o una tontería así–, nuestro ilustre muchacho se calzó de nuevo lo que debía tener y se enfrentó a la realidad. Resultó que no tenía nada que ver con lo que recordaba, o creía siquiera. Todo era más duro, más cruel, más distante, mucho menos onírico y, sobre todo, alejado de cualquier idea. Puñetero Platón, nunca la realidad fue tan mala copia de ese mundo ideal que tanto se afanó por describir como cuando nuestro sujeto decidió iluminar el interior de la sucia caverna. Era lo que todos los pesimistas, ahora realistas, llevaban años relatando; o peor, incluso.
Pero él solo tenía una idea, y esa idea era ella. ¿Por qué? No, no era el momento de esa absurda pregunta; ya se la había planteado y la solución era imposible; no existía respuesta y no tenía por qué existir. «Valor y al toro», se dijo; para luego recordar que era antitaurino. Sus contradicciones solo hacían que flaqueara su determinación, que, por otro lado, era lo único flaco que tenía.
«Las palabras –pensó– tenían que ser su arma».Toda la vida se creyó bueno con unas letras que nunca fue capaz de juntar correctamente sobre una hoja; decidió que la anterior declaración falló en forma y fondo, que no había llegado al corazón de esa –platónica– media naranja; así que tiró para adelante con una nueva estrategia que en esencia, para qué engañarnos, era repetir los errores del pasado.
Hay quien dice que locura es repetir el mismo acto esperando el mismo resultado; nuestro sujeto está loco. No se rendiría y la repetición era su arma.