No estoy seguro con saber qué les quiero contar en esta nota. Solo sé que quiero «desahogarme» un poco y de forma más bien poco organizada en una variedad de temas que, cada uno de ellos, merecen un artículo en profundidad –mucho más de lo que yo puedo soltar sobre el particular–. Pero acá vamos, voy a hablarles un poco sobre «la educación formal» y algunos problemas que veo –cuando he estado dentro de la misma o desde fuera–, dificultades varias y la frustración constante de sentir que cualquier cosa distinta a lo que ahora se hace es navegar contra corriente.
Estos días en la agenda política española el tema de «la educación» ha saltado por dos lados distintos, uno es el llamamiento a un «pacto por la educación» que reforme lo que es la actual ley –en realidad, que modifique la que reformó la actual– y que sirva «para los próximos veinticinco años» –palabras de un político– y el otro flanco abierto en los medios, uno recurrente, va sobre una «huelga de deberes» en que padres e hijos piden acabar con el trabajo en casa –al menos con la forma y fondo actual–. Aviso: voy a generalizar –tal vez injustamente– mucho.
Los exámenes
He vuelto a tener la suerte de pasar por el sistema formal como profesor; si bien fue durante poco tiempo, siempre es enriquecedor. Y resulta increíblemente triste ver a personas bastante bien preparadas –alumnos de segundo de un ciclo superior, muchos de ellos con otros ciclos y carreras a sus espaldas– absolutamente preocupados por los exámenes. No en el sentido de «me esforzaré para sacar una buena nota» sino enfocados totalmente en qué entra y qué no en la dichosa prueba; en qué tipo de examen será para estudiar de una forma u otra –y discriminar por partes, claro–. A eso hemos llegado: tenemos un sistema que no educa, sino que prepara a su gente a pasar exámenes. No es lo mismo.
En el documental de Where to Invade Next de Moore, en una de las partes, se entrevista con Krista Kiuru –por entonces ministra de educación y comunicaciones de Finlandia–, la cual comenta la gran inutilidad de los «macroexámenes», se refiere a todo tipo de reválida y tal –sí, como el puesto en España con la LOMCE y una clase de examen que en EE.UU. abunda–, ella comenta que se termina enseñando a los chicos a aprobar los exámenes y no a aprender; por eso no tienen ni exámenes ni calificaciones numéricas durante los primeros años de la primaria, sino calificaciones descriptivas del progreso de los alumnos –no es que reemplacen los números por letras, con eso estamos en las mismas–.
También cabe decir que sí tienen, en Finlandia, uno de esos megaexámenes al acabar el bachillerato –que ya es enseñanza posobligatoria–, pero es que los estudios preuniversitarios –ese bachillerato– son absolutamente flexibles y modulares –al punto que se pueden hacer entre dos y cuatro años, aunque están planificados para tres–, y no son el único camino para acceder a la universidad o a los estudios terciarios en general.
Es la sensación que tengo: los exámenes son lo único que importa. A todos, desde los padres hasta los estudiantes… Cuando hablo con otros profesores estos se quejan de lo mismo, de que el alumno pregunte «¿esto entra en el examen?» a primeras de cambio; cuando hablo con los alumnos, su principal preocupación está en cómo aprobar el examen. Lo peor es que esto ocurre incluso donde el peso se da en los trabajos de clase, no en los exámenes.
Así que ese es nuestro primer fracaso: la centralidad del examen. Los exámenes, en general, son la peor forma de evaluar el desempeño de un alumno.
Y si nos fijamos en la tipología de los exámenes, los que más abundan son los de respuesta memorística, lo cual, entre lo malo, es lo peor.
Parece que teníamos claro que el camino era la «evaluación continua», mentando en las distintas reformas educativas, pero a la hora de la verdad el examen manda y es a lo que se dirige la educación, ahí tenemos las reválidas –que son negar el sistema de evaluación continua de forma descarada– y, antes, la selectividad; o las propias oposiciones, base de buena parte de los empleos públicos de este país.
Lo voy a decir alto y claro: los exámenes no sirven. No ayudan a evaluar «cuánto» aprende un alumno ni perfila, siquiera, su manejo de un tema; sino si fue capaz de estudiar «correctamente» para «aprobar» el examen determinado.
Estamos muy obsesionados con los exámenes. Sí, aprobarlos, los aprueban, ¿pero qué han aprendido?
Mucha materia pero todo superficial
Además de lo anterior, un problema es cómo tratamos las asignaturas con respecto al temario que tienen. Esto es, demasiado que dar en poco tiempo; o, mejor dicho, en las excesivas horas que tenemos de clases no da tiempo, ni de lejos, a dar todo el temario existente. O, al menos, no da tiempo a darlo bien. En las carreras, pocas veces dimos todo el temario. Parece que «mis chicos» tienen dos tipos de profesores: los que dan todo el libro aunque no lo den en clase –en otras palabras, te lo estudias en casa– y lo que han dado es todo por encima y los que se dejan la mitad de las cosas sin explicarlas –y se olvidan de su existencia–.
Uno de los mejores profesores que frecuentan el sitio donde voy de voluntario suele poner mucho énfasis en los conceptos, en que se razone sobre ellos, son el núcleo de todo lo demás; nada funciona sin entender los porqués. Él se queja de cómo anda la educación actual pues ha olvidado la existencia y necesidad de esa «sólida base» necesaria para aprender.
Los jóvenes llegan sin conceptos pero con muchos datos en la cabeza, con asignaturas que no comparten conocimiento sino que luchan por el tiempo del alumno, sin bases pero con fórmulas. Así las matemáticas son algo absolutamente mágico, sin lógica ni razón, de respuesta y método único, en vez de esa maravilla tan útil en todos los ámbitos de nuestras vidas. Una pequeña anécdota: he tenido alumnos que se quejan de las mates «porque no tienen lógica», ¡¡de las mates!! Pero, claro, siempre les han enseñado los procedimientos sin explicar las razones, la lógica, detrás de los mismos.
Así que echamos horas y horas en ejercicios sin sentido basados en la repetición y memorización, sin entender nada de lo que estamos haciendo, ni su utilidad –más allá de «aprobar», la base de todo, aunque no lo queramos reconocer–, repetimos mantras que darían lo mismo si fuera la lista de los reyes visigodos o una relación de jugadores históricos del Valladolid. ¿Exagero? Lo siento, pero he escuchado «recitar» lecciones enteras de lengua cuando, quienes las repetían, no entendían la mitad de las palabras que decían, pero respondían correctamente a lo que se les preguntaba. Y hablamos de unas alumnas con buenas notas. Y les he ayudado en mates. Muchas veces.
Pero es que me resulta difícil pensar en una muy buena clase que sea capaz, en tres horas a la semana, de dar todo el temario de cuarto de la ESO de Geografía e Historia de Castilla y León, por poner un ejemplo fácil –una materia separada en 10 bloques, que comienza en el S. XVIII que acaba, claro, en el S. XXI y con vistas a lo que puede pasar en el futuro–. No hablemos ya de Lengua, que ese es otro cantar. Y tienen muchas, pero que muchas, horas de clases –y muy concentradas, 30 horas a la semana en secundaria–. (Para todo esto del tiempo en clase y su distribución, es interesante «Education at a Glance 2016» de la OCDE, en concreto, «Indicator D1. How much time do students spend in the classroom?», páginas 380 y siguientes).
En fin, parece que los alumnos deben salir de la enseñanza obligatoria –y de la posobligatoria también– con la cabeza llenísima de datos inconexos e inútiles y sin ningún concepto bien asentado. ¿Que hay buenos colegios, institutos y demás que dan prioridad a los conceptos? Haberlos, haylos, no lo niego ni mucho menos –hay que reconocer el buen trabajo pedagógico con aulas-taller donde, además, se interrelacionan contenidos al punto de estar dando dos o más asignaturas a la vez en el mismo espacio y tiempo–, pero no parece que sea la tendencia del propio sistema, el camino que la propia legislación marca, más allá de toda la retórica que envuelve un significado contrario a lo que la letra dice.
Tiene mucho que ver con la cantidad de horas que metemos de clases, parece una carrera de llenar tiempo de forma más o menos absurda, tanto en las lectivas como en el trabajo en casa; confundiendo una buena disciplina y orden de trabajo con mandar ejercicios a punta pala para poder dar el temario entero, para que sea en un trabajo posterior, en casa, donde los conceptos aparezcan y se asienten. Imposible.
Ya que damos mucha materia en poco tiempo, olvidamos que es totalmente necesario «enseñar a que aprendan», esto es, enseñar las bases de cómo se estudia, de cómo se procesa la información, de cómo se trabaja. No hay tiempo para ello, así que soltamos la parrafada y que los alumnos copien. Más aún, dictamos el subrayado –en serio, eso se hace– y nos quedamos tan panchos. No dotamos a los alumnos de herramientas para que puedan estudiar y nos extrañamos de lo mal que lo hacen, así llegan a cierta edad incapaces de, ante un texto, realizar un resumen en condiciones o, en una clase, tomar los apuntes de forma adecuada –no, no significa escribir cada palabra que el profe ha dicho–.
En Finlandia, uno de los tres mejores sistemas educativos del mundo, no se está más que unas pocas horas en clase –ojo con esto: en primaria tienen entre 3 y 4 horas al día–, casi no hay deberes –no están prohibidos, pero la media, según la OCDE, es de dos horas y media a la semana mientras que en España es de seis horas y media–, así que no es tanto un tema de «tiempos» como de qué y cómo enseñamos, de cuánto contenido queremos meter con calzador o si, por el contrario, nos centramos en procesos y conceptos específicos.
Cuando la no-solución es la repetición
Hay países donde, básicamente, un alumno no puede repetir de curso, como Japón y Noruega; otros, como Finlandia, donde sí se puede, el índice es realmente bajo – 3,8% de los alumnos frente a los más del 32,9% en España; y las repeticiones es una de las cosas que se ven favorecidas en la actual legislación–, la pregunta es por qué pasa esto y qué favorece más al alumno.
Está claro que una persona que no sabe ni leer –hablo de analfabetismo funcional– no debería estar en secundaria con doce años, la cuestión es qué respuesta se ha dado para evitar esa situación, no quedarnos en la superficie y decir «que repita». Sigo con el país norteño, en su caso lo que tienen es un sistema de personalización en la educación que detecta los problemas individuales y los trabaja directamente, con lo cual se permite al alumno «recuperar» lo que no ha alcanzado y continuar con sus compañeros, salvo casos extremos donde se percibe que lo mejor es que repita todo el curso. En la educación postsecundaria preuniversitaria nos encontramos con un sistema modular puro –al punto que está planeado para 3 cursos académicos pero hay alumnos que lo acaban en dos y otros en cuatro, cada quien a su ritmo– y en la secundaria hay un curso optativo.
Si uno de cada tres repiten, el problema es del sistema; si encima terminan pasando porque no queda otra –ese «imperativo legal»– el hecho de haber repetido no les ha ayudado en absolutamente nada, incluso les puede haber perjudicado socialmente.
Personalmente no veo mal la repetición de una asignatura, lo de un curso lo dudo más, pero centrémosnos en repetir un contenido que no se ha asimilado. ¿Qué problema hay en España? No es tanto que el alumno pase sin los conocimientos mínimos –conceptuales, de procedimiento, memoria y demás– por «imperativo legal» –como se dice y recuerda en esos casos– sino la falta de un verdadero apoyo para que ese alumno «recupere» y consiga las competencias que no ha adquirido en el tiempo determinado para ello. Así tenemos alumnos que van repitiendo y pasando sin agregar nuevas competencias y que van arrastrando cada vez más problemas; además de ser señalados de forma negativa por el resto de la comunidad educativa y social –ese, el repetidor–; a la par, tenemos personas que deben repetir todo un curso –todas y cada una de las asignaturas– porque ha fallado dos. Sí, dos muy importantes –lengua y matemática–, pero ¿de qué le sirve a esa persona, que le está costando dos asignaturas fundamentales, volver a ver materias en que ha podido sacar muy buenas notas? ¿Aporta algo?
Repetir todo un curso académico carece de sentido cuando: a) las materias no están interrelacionadas –no hay una enseñanza global, sino estanca–; b) si un alumno promociona con asignaturas de otros años, puede llevar dos lengua o dos historia a la vez y parece que no hay «prerrequisitos» para ninguna asignatura. Además, eso no lo hacemos en segundo de bachillerato ni en la universidad, ¿por qué sí en el resto de los estudios?
No estoy negando el problema –personas sin conocimientos suficientes para promocionar al final de un curso académico– sino la solución aplicada; ¿dónde estuvo el apoyo durante todo el curso para evitar esos suspensos?, ¿de qué sirve que por dos o tres asignaturas una persona repita el total del temario de un año, contando en las que se esforzó?, ¿de qué sirve que hoy repita si mañana no podrá, pasando con menos esfuerzo que el empleado el año que repitió?
Para ir acabando, un popurrí
De los libros de texto ya me he quejado en otras ocasiones, así que en esta me remito a lo previamente señalado en notas como «¿Libros de texto? Acabemos con ellos» (2013). Ahora podría añadir el retroceso que supone el acceso al aula de las tabletas digitales y los libros de texto que no son más que versiones en PDF del físico, con suscripción anual, eso sí.
Creo que no tenemos claro qué y cómo queremos la educación, juntamos ideas contradictorias en un mismo sistema y, al verlo fallar, nos quedamos anonadados preguntándonos si el error está en no poner más horas de clase, más exámenes, más controles, más tecnología, sin darle una vuelta a lo básico, a lo primordial. Ya que menciono lo de la tecnología, y es el segundo párrafo en que lo traigo, tiene mucho que ver con cómo introducimos los cambios en el aula: los queremos para mañana. Pero ¿hemos reciclado al personal docente? ¿Les hemos permitido tener tiempo para reestructurar sus clases? O, en un tiempo más bien breve, les hemos dicho que cambien por completo la tecnología que usaban en clase sin mucha más explicación –o, peor, con lo de «estamos en el S. XXI, usa esto»–. Construimos las casas por el tejado y nos quejamos de qué endebles quedan.
Vinculado con lo anterior, pero con una perspectiva global: ¿los profesores han participado en los cambios que se impondrán en todo el sistema? No se puede hacer una buena reforma educativa sin contar con los profesores –y con los que les enseñan a ellos, a nosotros–, de hecho, da absolutamente igual lo que pongas en la ley si te encuentras con una clara resistencia en su aplicación –no son pocos los que indican que fue allí donde más falló la denostada LOGSE–.
Hace no mucho leía a un educador social quejarse de las charlas, de cómo ningún educador social las avala como un buen método para tratar determinados temas y cómo son lo más demandado por los institutos; y también lo que más hacen. Mejor eso que nada, al final todos concluimos. Pues igual hay que dar dos pasos atrás y plantearnos todo el camino y dejar ese «mejor eso que nada» para cuando, realmente, no haya nada que hacer más que tirar para adelante con lo poco que tenemos. Pero no es el caso.
No sé, cada vez que pienso en este tema, recuerdo a Iván Illich y Everett Reimer –en una nota de 2007 recogí un trabajo para la didáctica de FOL en que partía de lo que ellos proponen… más o menos–, o Freire… pero es que hasta cuando lees a Célestin Freinet te das cuenta de lo lejos que estamos de aplicar metodologías en clase, introducidas por el propio sistema, que sean más útiles para el estudiante –y la sociedad en su conjunto–, cuando en muchos casos llevan señaladas desde hace casi 90 años. Y aquí hago autocrítica: cuántas veces he terminado dando una clase de la forma en que no me gustaría que me la diesen a mí.
En fin, hay mucho que trabajar en esta materia, comenzando por la búsqueda de la finalidad de la educación, que tal vez no estemos todos en la misma página –pregunten un día en su entorno de cuál debe ser dicha finalidad y se sorprenderán con algunas respuestas– ni tengamos por qué estarlo; pero, al menos, una vez que sepamos qué educación queremos podamos construirla desde la base y con unos medios adecuados para el fin que buscamos.
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