Llevo tanto (temporalmente hablando) escribiendo en esta bitácora que no sé bien qué temas ya he tocado; sobre todo porque muchos borradores acaban en la papelera de reciclaje antes que en la portada de este pequeño espacio donde grito. Uno de los temas que creo tengo pendiente es la forma en que entablamos discusiones (en el buen y correcto sentido). Demasiado fácil caemos en la ridiculización del pensamiento del otro para poner, sobre el mismo, nuestro razonado ideario. Así pues, normalmente señalamos pensamientos supuestos de la contraparte que son fácilmente rebatibles y creemos que la tarea ya está hecha. Hemos ganado. ¿El qué? ¿El demostrar que no somos capaces de hablar como adultos responsables y que sabemos solo tirarnos porquería? En realidad hemos ganado en hacer un dos en uno, una apelación al ridículo y hemos creado un hombre de paja.
Son muchas las falacias* en las que caemos habitualmente, y ni nos damos cuenta. Incluso somos capaces de pensar que nuestros argumentos falaces (que en nuestro interior se representan como perfectos) tienen tanta autoridad que cualquier intento de discusión debe tener, por narices, una agenda oculta, una mala fe del interlocutor, una mentira gorda. Saben que tenemos razón y no la quieren dar porque son malos. Así de idiotas, a veces, somos. Así pues, nuestra posición es de buena fe, mientras que la del contrincante es de mala fe. Espero que solo a veces.
Hace poco, en un tema personal del que fui testigo (y en el que no entraré), me he encontrado con un ejemplo perfecto de esto: una de las personas implicadas en un altercado se carga de razón para defender tanto su postura como sus acciones, uno de los argumentos que más usa es «todos me apoyan», lo cual, evidentemente, es un sofisma populista (argumento ad populum, falacia de apelación a la multitud -para este les recomiendo la explicación de García, la pueden encontrar en el PDF del diccionario completo, la web falla-); en el tema que nos atañía, el que la gente estuviera o no de su lado no probaba la causa del problema (no eran testigos ni conocedores) ni justificaba la forma de actuar (que se basa en la causa), simplemente que una serie de personas, por lo que sea, le brindaban su apoyo. No es un argumento válido.
Esa misma persona (y varios de quienes la apoyan) de paso cae en tachar de mala fe a todo el que no le apoya, de estar con la otra persona o contra ella por temas que no tienen que ver con el incidente; eso es un argumento ad hominem (un ataque personal).
En la arena política es donde, tal vez, más se vean todos los errores argumentales; faltas de causalidad aparte, pareciera que cada vez es más común el ataque personal para no entrar en la confrontación de ideas, en gran medida, para evitar incluso que alguien se tome en serio las ideas contrarias, siendo estas total y absolutamente excretables porque vienen de seres que van con mala fe por la vida, con agendas ocultas.
(Aviso: cuando digo más común no me refiero a cuantitativamente, sino a mi percepción subjetiva y cualitativa).
El mejor y más reciente ejemplo de esto nos lo da el presidente de la república, Ollanta Humala, con el tema de Pichanaki y Pluspetrol que, como dice Meléndez, hace lo mismo que García en su día (algo bastante claro, creo). Si son unos profesionales de la agitación no hay nada que hablar. Lo mismo se dijo sobre los que nos oponíamos a la ya derogada «ley pulpín». Ah, ahí había varios ataques contra las personas (si nos oponíamos cabían solo unas pocas posibilidades: lo hacíamos por ignorancia o por la agenda oculta desestabilizadora, nunca por razones legítimas).
Por su lado, uno de los ejemplos más claros de cómo al otro se le pueden atribuir todos los males para no entrar en el fondo de absolutamente nada, y en parte por cómo se generaliza, creo que lo dio Aldo Mariátegui hace unos meses en su columna «Por bruto o por joder» (no es la primera vez que se refiere a toda la izquierda separada entre los que son brutos -y no se puede hablar con ellos- y los que en realidad saben que están mal, pero son de izquierdas por joder). Nada que un izquierdista diga, para Mariátegui, merece ser escuchado, lo dice por bruto o por joder. O al menos afirma eso. Tampoco hay que convencernos de nada, pues o no entenderemos o por cabezotas no haremos caso, argumentar se vuelve en una pérdida de tiempo.
Los opinólogos en general tienden (tendemos) a caer en la afirmación gratuita, esto se debe al poco espacio… ahora bien, cuando se elige meter muchos temas en poco espacio, en realidad la práctica totalidad de las afirmaciones se vuelven gratuitas, máxime cuando se niega al otro la capacidad de diálogo puesto que es bruto o lo hace por joder.
Me preocupa el aumento (exagerado) del uso del ataque personal para no debatir nada (apliquen a esta apreciación lo que mencioné antes sobre «más común»), para no entrar en discusiones y evitar razonamientos; esto es algo que en la izquierda hacemos mucho (y estoy cayendo en una generalización, lo sé), cada vez que acusamos a alguien de estar «pagado por el imperio» o ser «tal o cual» de «tal o cual gobierno o empresa» y con ello evitamos entrar en el fondo de la cuestión. Si fulano se esfuerza en probar algo que no nos gusta, al menos sentémosno a revisar lo que dice, sin fijarnos si la petrolera Equis fue la que financió el estudio. Si encontramos sesgos que perjudican la secuencia probatoria, este dato será interesante (explicará el sesgo, al menos parcialmente), pero mientras tanto es algo que podemos olvidar.
Para poder discutir de verdad, y con ello poder convencer, debemos ante todo suponer buena fe en nuestro interlocutor. Cualquier otra forma de afrontar el debate hará imposible el mismo, nos centraremos en acusaciones de todo tipo que no aportan absolutamente nada a la temática concreta.
Habrá casos en que no tengan buena fe, esa es una realidad; pero en concreto, para hablar de mala fe, debe existir pruebas que respalden la acusación y, aún así, tal vez sea importante discutir el fondo de la cuestión y no quedarnos en quién y por qué inició el debate.
otros argumentos a evitar, al margen de lo anterior
Otro argumento cada vez más usual para respaldar una afirmación es apelar al «sentido común»; no podemos obviar que el sentido común es lo que nosotros creemos que piensa la mayoría, por tanto, tiene un poco de sofisma populista (la mayoría piensa que A es cierto, por tanto, A es cierto) y un argumento gratuito (puesto que todo lo que forma parte del sentido común que enunciamos no necesita ser probado); mezclado con los propios sesgo cognitivo (efecto de falso consenso: creemos que nuestra postura es más compartida de lo que en realidad es); y, además, forma parte de ese lenguaje prejuiciado que, por cómo se plantea, no quiere admitir argumento en contra (al mismo nivel que hablar de «los españoles de bien», como hacen ciertos políticos ibéricos).
El sofisma populista, además, es harto usado en política incluso para «lavar» los crímenes (¡hemos ganado las elecciones!, no somos corruptos, el pueblo ha hablado, y cosas así).
*Un par (no literalmente) de recursos:
- «Uso de Razón. Diccionario de Falacias» de Ricardo García Damborenea;
- «Destruyendo falacias» de Idóneos;
- «Falacias lógicas» de la ARP;
- «Falacia» en la Wikipedia.