Hace no mucho se decía que la literatura, para que no le pasara lo mismo que a la música o al cine, tenía que adaptarse pronto y bien a los nuevos tiempos, a los formatos digitales y tal, publicar su contenido para varios continentes (impreso, en distintos formatos digitales tipo PDF, epub o el de Amazon), dando mayor «valor agregado» (algún intento curioso he visto en este sentido, comunidades web creadas y participadas por el autor, contenido multimedia, contenido extra) y mil cosas más, todo ello desde una perspectiva de «vende más, vende más barato» e, incluso, las «tarifas planas», y de paso eliminando intermediarios y con el autor más cerca de los lectores. En algún momento del embrionario proceso de evolución de la industria literaria todo se torció, ese contacto directo entre el autor y el cliente nunca pasó de utopía (hoy tenemos tantos intermediarios como ayer, solo que son otros, que buscan mayor control, encima), el mundo se iba llenando poco a poco del maldito DRM (gestión de derechos digitales, o como con toda la razón dice Richard Stallman, «gestión de restricciones digitales») y, encima, ahora mediatizado por «la nube».