La pichanga de barrio, el balón en movimiento, el pase corto, no había espacio para más. Todas esas tardes tiradas en el parque, con sueños incompletos y a medio hacer, apartando las pesadillas del día a día a puro golpe de esférico, de bromas blancas y negras, fiando nuestro bienestar a la pierna en alto del compañero enemigo, ese cuyo nombre jamás recordarás pero que su chapa está escrita en tu propia historia. Esas tardes, mañanas, días enteros de descubrimiento propio y ajeno, de nadedad de barrio, si me permiten el palabro, se fueron acompañando a horas de descubrimiento de «las otras», esa presencia femenina que de compañeras de peloteo pasaban a amigas de la botella, no la que se tomaba, sino la que se giraba contra un asfalto que resistía lo que le echaras.