No te perdí, porque nunca te tuve.

Esta es una de esas historias que desearía no contar, cuyas letras se imprimen en la pantalla contra la voluntad del ser que razona pero impulsadas por la vehemencia del corazón, ese algo que nos obliga a reseñar las tristezas y felicidades, como si importaran a alguien más que a nosotros mismos, que nos lleva del sufrimiento al placer sin atender a razones más allá de la arrogancia de saber que controla nuestras vidas más de lo deseado.
Me enrollo, y no es el objetivo. Les contaré una historia triste, de esas que vale la pena contar… Ya no recuerdo quién fue el que dijo que las infancias felices no merecían ser contadas, y que las grandes historias salen de las vidas infelices. La desgracia, desdicha, el drama, a fin de cuentas, es lo que vende. Tampoco es que esta sea la historia de la humanidad, que se basa en los esfuerzos de unos por pisar al resto, y en el resto fracasando una y otra vez en impedir que le pateen en el trasero. No. Para nada. Ni siquiera se podría considerar una gran historia, desde fuera incluso negarían lo funesto del asunto para asegurar que fue toda una suerte, que ahora estoy mejor. Pero no es así, y por eso lo voy a contar.
Hace mucho tiempo llegó a mi vida Isabel, ella me absorbió por completo, cambió mi vida como nada lo había hecho hasta ese momento. Alguien sumido en el pasotismo social del día a día que veía cambiar por completo su vida. Entró por casualidad, por un error. Como casi todas las cosas buenas de la vida, llegó sin estar planeada, de improvisto. Ahora viendo el pasado, intentando recordar los detalles de esa nueva vida, me doy cuenta que nunca poseí a Isabel, ella siempre me tuvo a mí, pero era cuestión de tiempo que, tal como llegó, se fuera.

Sí, como leen, perdí a Isabel, esa máquina de escribir que dio un vuelco a toda mi existencia. Algunos periódicos locales de las ciudades que iba visitando para llenar espacio sacaban versiones algo raras de lo que ellos creían que me sucedió, así que espero nadie se guíe por ellas, siempre, eso sí, me tacharon como un loco. Esto cambió un poco tras la pérdida de Isabel, la diferencia es que pasé a ser portada de periódicos nacionales, una "estrella" más de pasado extraño para la galería de fenómenos que comprenden ese sub-arte nacional que tan bien vende. Aunque las falsedades jamás han cesado, ya hay toda una leyenda que es radicalmente distinta a los hechos que recuerdo haber vivido, y que a fin de cuentas, son los que forman el Yo de mi historia.

A lo que iba, andaba por una ciudad, pueblo o similar de los que solía visitar llevando la máquina de escribir a cuestas para sentarme en la plaza y escribir lo que la máquina deseara como servicio a los ciudadanos y permitir que viva de lo que más disfrutaba, de poder dar salida a todas sus ideas por medio de una hoja en blanco, llenando un vacío con relatos personales… ¿Alguien se imagina una vida mejor acaso?

En esa población, como iba contando, me senté en la Plaza Mayor, armé un pequeño banquito con su mesita, hacía un tiempo que fui remplazando mis mundanales cosas llevadas en la maleta con la que escapé de una vida ya no deseada por objetos útiles para la labor de escribir en una máquina de antaño, la comodidad es importante… En fin, que había montado el puestito, como siempre, a la espera de curiosos que desearan unas líneas propias y únicas. Se acercó un señor, que no viene a cuento describirlo con todo detalle, pero para que se hagan una idea, era el típico "respetable con traje claro", por decirlo de alguna forma.

Preguntó curioso sobre lo que hacía, durante cuanto tiempo llevaba haciéndolo y otras tantas preguntas mil veces respondidas en otros lugares, tiempos y personas, estoy seguro que los pintores callejeros no se ven atosigados por las preguntas de este tipo como lo somos los escritores errantes -permítanme el calificativo-, cuando hacemos exactamente lo mismo. En fin, no le tomé especial atención, simplemente le fui contestando mientras escribía.

El sujeto, que jamás se identificó, en un momento se quedó callado, miró la página que acababa de perpetrar Isabel y me miró durante un buen rato. Puso una cara realmente extrañada y preguntó que cómo rayos podía escribir mientras hablaba manteniendo coherencia en ambas cosas, sin cometer un sólo error tanto en la conversación como en la escritura y que si ya había pensado lo que estaba escribiendo o lo iba inventando al momento. Esta vez sí tuve que pensar en la respuesta, casi le digo que sus preguntas ya no tenía que planteármelas para responderlas, que me sabía de memoria tanto el contenido de las mismas como la respuesta, pero esa no era realmente la cuestión, la conversación se iba por los cerros de Úbeda constantemente, no se quedaba en pregunta y respuesta como era lo habitual. No, no era eso. La respuesta era simple. Yo hablaba con el tipo del traje e Isabel escribía por su cuenta algún relato que, bien pensado, no sabía qué era o de qué iba.

El personaje trajeado me miró raro, volvió a coger el papel y me pidió llevárselo, yo aún no lo había leído pero sabía que no estaba completo, Isabel seguía escribiendo en otra página que no tenía encabezado nuevo, le comenté que no estaba terminado, que se esperara un rato, no sabía cuanto, eso sí, pero la paciencia es la madre de la ciencia ¿o era la experiencia? Da igual, que esperara. Era la idea. El tipo dijo que nanay, que necesitaba llevarse esa página en concreto, que el resto no lo interesaba y que cuanto tenía que pagar. Se puso erre con erre, al final le dije que volviera luego por el resto del relato, que se llevara la hoja y dejara en el canastín el dinero que él creía que valía. Dejó un par de euros y se fue sin decir esta boca es mía.

Gente rara hay en todos lados, a fin de cuentas, yo estaba sentado en una plaza con una máquina de escribir dejando que la misma llenara cuantas hojas quisiera de lo que le apeteciera en ese momento, la tinta del carrete aguantaba aún y el resto de partes de la misma se acompañaban para formar un todo que me parecía perfecto.

Como a las dos horas del incidente con el sujeto del traje claro, vinieron unos maromos la mar de fornidos en una ambulancia. Y me llevaron. Camisa de fuerza y toda la historia, yo sólo gritaba «Isabel» y extendía mi brazo en un vano intento de alcanzar el objeto de adoración mientras veía cómo una de esas bestias de blanco recogía las cosas que siempre llevaba encima, perpetrando la armonía entre ellas por la brusquedad de quien recoge algo que ve como basura.

«¡Isabel!»

El resto está verdaderamente nublado, nunca supe si fue por algún tipo de droga que me inyectaran o dieran o por el dolor de la separación que nublaba mi mente, o ambas cosas, que siempre puede ser.

Mucho tiempo después -¿O fue poco? Sin el doblar de las campanas de los ayuntamientos o iglesias cercanas a las plazas mayores no controlo el tiempo que pasa- me hablaban de que estaba enfermo, pero que tenía talento, y no sé cuantas cosas más, que el problema de todo esto se originó en Isabel -aunque ellos no la llamaban por su nombre-, que había desatado a saber qué cosas en mi cabeza y que ello me había vuelto un vagabundo. No, no entendían nada, siguen sin entenderlo, el problema fue que intentaron separarme de Isabel, no era ella, sino el resto, quienes me obligaron a huir. Y no, no estaba mal, realmente era feliz. Ellos decían que no era feliz sin contacto humano real, sin pertenecer a la sociedad, sin tener una vida estable como la que siempre mantuve, que era un engaño que perpetraba contra mí mismo y no sé cuantas sandeces más… ¿Qué rayos sabían ellos? ¿Cómo se atreven a decirme si era o no feliz? Si estuviera haciendo daño a la gente hubiese entendido que me encierren, pero por querer mi vivir junto a Isabel en una aventura constante era tachado, ni más ni menos, que de loco.

Vuelve a la vida normal, tienes futuro. Era la conclusión de la mitad más una de las citas con distintos psiquiatras, psicólogos o lo que tocara ese día, incluso esos enfermeros tan poco amables que me inyectaban cosas cuando no paraba de gritar el nombre de Isabel. Lo peor es que sabía, a ciencia cierta, que ella no me extrañaba, para nada, cada vez lo tenía más claro, yo estaba completamente vinculado a ella, pero para ella no era más que otro, un medio para poder escribir en las hojas en blanco sus particulares historias, no eran mías, eran de ella.

No sé si fue el sujeto de traje claro, o cualquier otro de los trabajadores del centro de salud, quien hizo que publiquen algunos de los relatos largos que vivían en la maleta, bien impresos para que en la memoria no se pierdan, incluso uno de ellos ganó un premio de relatos cortos o algo así, no lo recuerdo bien. Me parece que es mencionado en esas breves biografías en el dobladillo de las carátulas de uno de los libros que llevan mi firma.

Sí, al final me convencieron, alguno tuvo la gran idea de devolverme la Laptop que tenía en la maleta, nunca me deshice de ella, llevaba largo tiempo sin encenderla pero siempre cargaba con ella, incluso en días de mucho hambre ni siquiera se me pasó por la mente venderla. Con la laptop volví a cierta "normalidad" -como ellos la llaman-, a escribir lo que yo quería y no lo que Isabel mandaba.

Un día me soltaron, sin medicación ninguna. Me ayudaron a encontrar un apartamento en el que ahora vivo, gozo de cierto éxito y según casi todos mis conocidos -que me llaman amigo y aún no sé por qué- ahora tengo una vida digna, feliz, llena de éxitos y placeres que antes, en esa historia que ellos no conocen bien, más aún, les importa un bledo la misma. Y yo me dedico, como buen paciente, a obedecer al doctor que me trató, a los doctores más bien, viviendo como no quiero, relacionándome con quien no quiero, escribiendo largas historias lacrimógenas que son un reflejo de una pena profunda de la que no consigo librarme, pero que vende la mar de bien.

Es lo que importa, que venda. No importa que seas feliz, debes parecer objetivamente feliz, tener todo lo que el resto considera que hace que tus días sean perfectos por sí mismos, aunque para ti tengan menos valor que un pedo de violinista -como diría McCourt-, la apariencia es lo que importa, después de poder vender. El que tenga una historia con psiquiátricos de por medio hace que la gente crea auténticas el sufrimiento de mis historias, y lo achacan al pasado vivido, lleno de penurias en las calles de innumerables ciudades, no quieren entender que la pesadumbre la da esta existencia banal tan objetivamente ideal, tan llena de regalos mundanales… Ni entienden ni quieren entender.

Pero eso no es lo que me fastidia, ni el vivir en este engaño es la causa de la pena, es la separación, como se pueden imaginar, de Isabel. Máxime a sabiendas de lo que ella no sintió, nunca la tuve, por eso no puedo asegurar que la perdiera, pero mi subconsciente me obliga a recordarla todos los días, ya sea soñando o ya cuando paso por cualquier plaza. Hace mucho que no piso una Plaza Mayor, no soportaría todos los recuerdos que pueden asaltar mi consciente, impulsados por esa sed de venganza de mi Yo interno por lo que me he convertido y por intentar olvidar a Isabel.

Eso sí, entre todos me han arrebatado la felicidad en la que preferiría seguir, aunque la relación fuera un engaño, resultaba útil para las dos partes… ¿Qué será de Isabel? ¿A qué manos habrá llegado? Creo que me pondré a investigar un poco… ¿O es demasiada tortura? A saber…

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Dicen que todas las segundas partes son malas, y esta no tiene por qué ser menos. La primera parte la pueden leer acá, les aconsejaría que la lean antes que esta segunda parte (aunque claro, decirlo a estas alturas es como que mala idea…). En fin, como siempre que se sube algo, espero que les haya gustado (los tomatazos los lanzan otro día). Ésta, como la anterior, quedan dedicadas para la misma persona.

Por cierto, descargue las dos juntas en un PDF y en ODT: