«Un buen día es aquel en que uno no se quita el pijama». Lo leí mientras abandonaba la computadora, me preparaba para salir y era la firma de un forero más que vago, así que achaqué la expresión a una muestra más, entre todas las usuales, de flojera crónica con la que parecía vivir ese pasivo sujeto. No es para mí, pensé, un buen día es sólo aquel en que sales, haces cosas, y disfrutas de la vida, del exterior, aunque sea dentro de una mundanal ciudad. Sentenciado estaba. No cabía dudas.
Es horrible salir a ciertas horas, cuando la ciudad es tomada por las hordas colegiales en la hora del recreo, así que a pocos metros del edificio me crucé con toda esa panda de futuros desgraciados de la vida, pequeños gamberros cuya idea de chiste es decir alguna obscenidad sobre las chicas que caminan veinte metros más adelante -las cuales se empeñan en demostrar la actual escasez de tela en el mundo-, esos pequeños grupos que se creen dueños del universo y de parte del extranjero, soltando lo que consideran gracioso, cuando es la eterna repetición de un mal chiste forjado en la simpleza de las mentes que no quieren ir más allá de su propia existencia. Con su pan se lo coman. No es, ni será, mi roche. Cada quien con sus padres, tutores, o las madres que los parió. Los adelanté rápido, entre tanta gente es difícil moverse, pero muchas veces merece la pena el esfuerzo.
Una vez superado el pequeño percance de ver la juventud que es el presente del futuro como una patética caricatura de lo peor del pasado propio, cuando uno creía que nada podía degenerarse más y comprobar que lo de antes no le llega ni a la suela del zapato a lo de ahora. ¡Habrase visto! Por un momento me sentí un viejo chocho que se queja de las melenas que lleva la actual juventud, del poco respeto de la misma para con sus mayores e hice todo lo posible por quitarme la idea de la cabeza. Creo que lo logré. No. Da igual.
Al poco rato me encontré con un conocido que hacía la tira que no veía -no sé si por suerte o lamentablemente-. Cuanto tiempo Manolo. No has cambiado nada. Qué tal la familia. La tuya. En qué andas. Intrascendente conversación que mató unos minutos del tiempo de ambos, siembre vienen bien, para practicar las respuestas tipo a situaciones tipo, es genial cómo la práctica hace al maestro, lo bien que ya respondemos de la misma forma que preguntamos, sin enterarnos de nada ni maldita falta que hace. No se confundan, no estaba, ni mucho menos, mosqueado por la situación, ni apurado andaba, así que la pequeña pausa vino bien, pero es lo que tiene vivir en este tipo de sociedad, nos vuelve políticamente correctos y nos llena de situaciones inútiles. Adiós, hasta luego, un gusto oye, ya nos veremos, a ver si quedamos a tomar algo uno de estos días. Vaya, lo de siempre.
Ya en el bar, sentí esa extraña sensación de estar fuera de lugar, una humareda lo llenaba todo, en una mesa estaban sentados cuatro viejos jugando al mus, con el típico tapete verde y el corrillo de otros tantos ancianos, no queriendo perderse las grandes jugadas que harán los colegas jugones. Otros tantos miraban las corridas de toros, uno de los grandes problemas de San Isidro es que los bares se dedican a poner cómo un tipo vestido de superhéroe -sino las mayas doradas y plateadas no se explican- decide que para jugar con un estoque y una capa es necesario que un toro sufra. A lo que iba, que me pierdo. Los que miraban los toros -que a fin de cuentas, estaban en el bar cumpliendo la milenaria costumbre del chikiteo– hablaban casi de cualquier cosa menos de los toros, que si el PP, que si hoy consigue el pichichi Eto'o -que lo consiguió-, que si el Toni se casó con la pelandusca del cuarto. Por fin diviso al que me había citado, mueve la mano desde una esquina, con una caña al frente y una tapa ya acabada, saludos de rigor y un par de cañas para ir comenzando la conversación. Bien acompañada con las papas de rigor, necesario.
Toda esa parte no es trascendente, como no lo suele ser nada de lo que habitualmente hablamos, aunque haya cosa que luego puedan ser reseñables, o incluso que merezcan ser recordadas. Pero no esta ocasión, mucho contarnos nuestras vidas, hablar sobre el partido de hoy, sobre la pichanga de mañana… Exactamente igual que todos esos viejos. Da miedo.
Hasta aquí todo normal. Salida a comprar las cosas del almuerzo, ver un par de libros en igual número de librerías y concluir que hoy por hoy no sólo cualquiera puede publicar en Internet -que es lo que ahora hago- sino también en papel, y cualquier tema por más banal e idiota, es digno de un libro entero, con suerte, una saga, y si se tercia, una enciclopedia eterna. El mundo de los escritores cada vez se parece más al de los abogados. No hay uno bueno -comenzando por ahí-, y la definición de un mal escritor es aquel que no es capaz de contar todo en un libro largo, mientras que la del buen escritor pasa por aquel que no cuenta nada en muchísimos libros eternos, y si es posible, todos del mismo tema, personaje, vida. Patético. Da pena ver que tantos árboles se sacrifican para eso. Oiga, mucho mejor es el papel higiénico. Al menos cumple una función aséptica… O casi.
De regreso a casa un poco lo de siempre, obras por aquí, obras por allá, rodeos obligados culpa de las mismas. El típico subnormal que cree que el mundo es suyo por tener una máquina de cuatro ruedas y muchos caballos de fuerza, porque el soy bruto y soy feliz muchas veces es la bandera de la vida de las personas, olvidándose, por supuesto, que el resto también tiene vida, y derecho a la misma. Un frenazo y el pavo saca la cabeza por la ventanilla, en pumba pumba sonando a toda pastilla y me grita algo. Tu madre. Le respondo. No tengo ni idea de lo que me dice, pero rayos, suena a insulto. Estoy sobre el puñetero paso de Cebra, si a él le importa un carajo respetar las señales de tráfico porque se cree el único sobre el asfalto, yo no tengo ningún problema en recordarle que el Paso me da más poder a mí que a él, cosa que su madre bien lo sabe y por ello ejerce la Antigua profesión a pie de un paso de Cebra, y que, de paso, puede irse un poquito al diablo si no lo entiende.
La cosa deja de pintar bien, el mosqueo por el casi accidente es palpable en mi mente, aún pienso cosas que no me dieron tiempo a soltar, refunfuño un rato mientras sigo andando, estoy tan metido en mí mismo que no me doy cuenta la actitud del cielo, que ha decidido llorar alguna pérdida, y se va vistiendo con el hermoso manto negro de luto. Es temprano y ya parece tarde. Una gota cae sobre mi rostro, resbala con muchísimo cuidado, es demasiado pequeña para apresurarse contra el suelo, se desliza con la cautela de las gotas novatas en este mundo de agua. No llevo ni chubasquero ni paraguas. Me descubro mirando con resentimiento el cielo. Si tuviera madre se la mentaría. Apresuro el paso hacia casa, a ver si con un poco de suerte me salvo de la empapada. Era el único pensamiento que cruzaba por mi cabeza mientras aceleraba ostensiblemente el ritmo. Garúa muy poco. Pero garúa.
Un remedo de persona salió a mi paso, no llegó a chocarse pero me cogió el brazo, levanté la cabeza para decir un típico "lo siento", o algo así, cuando veo el resplandor de una navaja que apuntaba a mi estómago, no se asuste amigo, sólo debe todo lo que tenga. Sin rechistar uno obedece. Caballero no más. No, si al final me ha robado toda la sociedad, que ya sé que la culpa es de todos. Y todo por un poco de caballo, fijo.
Me empapo por completo. No hay vuelta que darle, quedan unas cuadras para llegar a los soportales del bloque donde vivo y estar a salvo de la lluvia, pero fue demasiado. Lo que faltaba, cuando tiento el bolsillo en busca de las llaves me doy con la desagradable sorpresa que no están donde debieran. Recuerdo fugazmente el incidente con el condenado -mejor dicho, condenable- que se llevó unas monedas y algunos billetes, me veo todo nervioso sacando el monedero para dárselo y la caída de unas llaves. ¿Se habrán caído o sólo me lo imagino? Rediós. Muévase usted ahora hacia atrás y póngase a buscarla. Me quedo de piedra, a media cuadra de mi portal, pensando si debo o no volver por las llaves o si tiento a la suerte buscando las llaves mientras rezo que la corriente no haya desplazado las llaves a la alcantarilla. Vuelvo. Busco con una rápida mirada, desesperanzado por completo. No hay nada. Vaya suerte.
Toco el timbre desesperadamente. Nadie abre. Sigo tocando. Espero que alguien salga del edificio, para al menos sentarme en la escalera y así esperar, algo cómodo, a cualquiera de mis compañeros de piso. Que para algo se tiene. Leñe. Nadie sale nadie entra. Parecían tontos los vecinos, pero no lo son. Mucho rato después llegó uno de mis compañeros. «Hey, ¿qué haces ahí fuera y no entras?». No tiene la culpa de nada, no tiene la culpa de ser tan soberanamente inoportuno, pero no puedo evitar fulminarlo con la mirada. Se da cuenta y cambia de tono. Tranquilo, ya te abro, y todo eso. No le digo ni mu. Un gracias corto una vez dentro del piso y me dirijo a mi cuarto. Ya ni hambre tengo. Quiero sentarme y descansar un buen rato. Una ducha no me vendría mal. «Oye, vino Juana» me dice el compañero desde el salón del piso, él todo despacharrado viendo la tele. ¿Qué? «Pues sí, vino al rato que te fueras, te dejaste el móvil ¿sabes? y ella quería verte, muy dispuesta. La acompañé a su casa, de ahí vengo». Me quedé un buen rato parado, frío. Con ganas de llamar mentiroso a mi compañero. Con ganas de correr y coger el celular para llamarle. Con ganas de ella. Pero no. Hoy ya no. No tengo el cuerpo como para fiestas. Y seguro que le soltaría alguna chorrada llena de la mayor estupidez de la que soy capaz. No quiero probar. Ah gracias. Termino por decir al compañero, que ya ni esperaba la respuesta, a su bola. Y hace bien.
Después de un duchazo como Dios manda, me siento otra vez en la computadora, dispuesto a relajarme un poco leyendo y escribiendo, y me encuentro con que no había cerrado la ventana del konqueror, seguía ahí el mismo mensaje con el que la dejé, y con, por supuesto, la misma firma del colega más que vago. Ahora releyéndola le doy toda la razón del mundo. No hay mejor día que aquel en el que no necesitas quitarte el pijama.
Una vez superado el pequeño percance de ver la juventud que es el presente del futuro como una patética caricatura de lo peor del pasado propio, cuando uno creía que nada podía degenerarse más y comprobar que lo de antes no le llega ni a la suela del zapato a lo de ahora. ¡Habrase visto! Por un momento me sentí un viejo chocho que se queja de las melenas que lleva la actual juventud, del poco respeto de la misma para con sus mayores e hice todo lo posible por quitarme la idea de la cabeza. Creo que lo logré. No. Da igual.
Al poco rato me encontré con un conocido que hacía la tira que no veía -no sé si por suerte o lamentablemente-. Cuanto tiempo Manolo. No has cambiado nada. Qué tal la familia. La tuya. En qué andas. Intrascendente conversación que mató unos minutos del tiempo de ambos, siembre vienen bien, para practicar las respuestas tipo a situaciones tipo, es genial cómo la práctica hace al maestro, lo bien que ya respondemos de la misma forma que preguntamos, sin enterarnos de nada ni maldita falta que hace. No se confundan, no estaba, ni mucho menos, mosqueado por la situación, ni apurado andaba, así que la pequeña pausa vino bien, pero es lo que tiene vivir en este tipo de sociedad, nos vuelve políticamente correctos y nos llena de situaciones inútiles. Adiós, hasta luego, un gusto oye, ya nos veremos, a ver si quedamos a tomar algo uno de estos días. Vaya, lo de siempre.
Ya en el bar, sentí esa extraña sensación de estar fuera de lugar, una humareda lo llenaba todo, en una mesa estaban sentados cuatro viejos jugando al mus, con el típico tapete verde y el corrillo de otros tantos ancianos, no queriendo perderse las grandes jugadas que harán los colegas jugones. Otros tantos miraban las corridas de toros, uno de los grandes problemas de San Isidro es que los bares se dedican a poner cómo un tipo vestido de superhéroe -sino las mayas doradas y plateadas no se explican- decide que para jugar con un estoque y una capa es necesario que un toro sufra. A lo que iba, que me pierdo. Los que miraban los toros -que a fin de cuentas, estaban en el bar cumpliendo la milenaria costumbre del chikiteo– hablaban casi de cualquier cosa menos de los toros, que si el PP, que si hoy consigue el pichichi Eto'o -que lo consiguió-, que si el Toni se casó con la pelandusca del cuarto. Por fin diviso al que me había citado, mueve la mano desde una esquina, con una caña al frente y una tapa ya acabada, saludos de rigor y un par de cañas para ir comenzando la conversación. Bien acompañada con las papas de rigor, necesario.
Toda esa parte no es trascendente, como no lo suele ser nada de lo que habitualmente hablamos, aunque haya cosa que luego puedan ser reseñables, o incluso que merezcan ser recordadas. Pero no esta ocasión, mucho contarnos nuestras vidas, hablar sobre el partido de hoy, sobre la pichanga de mañana… Exactamente igual que todos esos viejos. Da miedo.
Hasta aquí todo normal. Salida a comprar las cosas del almuerzo, ver un par de libros en igual número de librerías y concluir que hoy por hoy no sólo cualquiera puede publicar en Internet -que es lo que ahora hago- sino también en papel, y cualquier tema por más banal e idiota, es digno de un libro entero, con suerte, una saga, y si se tercia, una enciclopedia eterna. El mundo de los escritores cada vez se parece más al de los abogados. No hay uno bueno -comenzando por ahí-, y la definición de un mal escritor es aquel que no es capaz de contar todo en un libro largo, mientras que la del buen escritor pasa por aquel que no cuenta nada en muchísimos libros eternos, y si es posible, todos del mismo tema, personaje, vida. Patético. Da pena ver que tantos árboles se sacrifican para eso. Oiga, mucho mejor es el papel higiénico. Al menos cumple una función aséptica… O casi.
De regreso a casa un poco lo de siempre, obras por aquí, obras por allá, rodeos obligados culpa de las mismas. El típico subnormal que cree que el mundo es suyo por tener una máquina de cuatro ruedas y muchos caballos de fuerza, porque el soy bruto y soy feliz muchas veces es la bandera de la vida de las personas, olvidándose, por supuesto, que el resto también tiene vida, y derecho a la misma. Un frenazo y el pavo saca la cabeza por la ventanilla, en pumba pumba sonando a toda pastilla y me grita algo. Tu madre. Le respondo. No tengo ni idea de lo que me dice, pero rayos, suena a insulto. Estoy sobre el puñetero paso de Cebra, si a él le importa un carajo respetar las señales de tráfico porque se cree el único sobre el asfalto, yo no tengo ningún problema en recordarle que el Paso me da más poder a mí que a él, cosa que su madre bien lo sabe y por ello ejerce la Antigua profesión a pie de un paso de Cebra, y que, de paso, puede irse un poquito al diablo si no lo entiende.
La cosa deja de pintar bien, el mosqueo por el casi accidente es palpable en mi mente, aún pienso cosas que no me dieron tiempo a soltar, refunfuño un rato mientras sigo andando, estoy tan metido en mí mismo que no me doy cuenta la actitud del cielo, que ha decidido llorar alguna pérdida, y se va vistiendo con el hermoso manto negro de luto. Es temprano y ya parece tarde. Una gota cae sobre mi rostro, resbala con muchísimo cuidado, es demasiado pequeña para apresurarse contra el suelo, se desliza con la cautela de las gotas novatas en este mundo de agua. No llevo ni chubasquero ni paraguas. Me descubro mirando con resentimiento el cielo. Si tuviera madre se la mentaría. Apresuro el paso hacia casa, a ver si con un poco de suerte me salvo de la empapada. Era el único pensamiento que cruzaba por mi cabeza mientras aceleraba ostensiblemente el ritmo. Garúa muy poco. Pero garúa.
Un remedo de persona salió a mi paso, no llegó a chocarse pero me cogió el brazo, levanté la cabeza para decir un típico "lo siento", o algo así, cuando veo el resplandor de una navaja que apuntaba a mi estómago, no se asuste amigo, sólo debe todo lo que tenga. Sin rechistar uno obedece. Caballero no más. No, si al final me ha robado toda la sociedad, que ya sé que la culpa es de todos. Y todo por un poco de caballo, fijo.
Me empapo por completo. No hay vuelta que darle, quedan unas cuadras para llegar a los soportales del bloque donde vivo y estar a salvo de la lluvia, pero fue demasiado. Lo que faltaba, cuando tiento el bolsillo en busca de las llaves me doy con la desagradable sorpresa que no están donde debieran. Recuerdo fugazmente el incidente con el condenado -mejor dicho, condenable- que se llevó unas monedas y algunos billetes, me veo todo nervioso sacando el monedero para dárselo y la caída de unas llaves. ¿Se habrán caído o sólo me lo imagino? Rediós. Muévase usted ahora hacia atrás y póngase a buscarla. Me quedo de piedra, a media cuadra de mi portal, pensando si debo o no volver por las llaves o si tiento a la suerte buscando las llaves mientras rezo que la corriente no haya desplazado las llaves a la alcantarilla. Vuelvo. Busco con una rápida mirada, desesperanzado por completo. No hay nada. Vaya suerte.
Toco el timbre desesperadamente. Nadie abre. Sigo tocando. Espero que alguien salga del edificio, para al menos sentarme en la escalera y así esperar, algo cómodo, a cualquiera de mis compañeros de piso. Que para algo se tiene. Leñe. Nadie sale nadie entra. Parecían tontos los vecinos, pero no lo son. Mucho rato después llegó uno de mis compañeros. «Hey, ¿qué haces ahí fuera y no entras?». No tiene la culpa de nada, no tiene la culpa de ser tan soberanamente inoportuno, pero no puedo evitar fulminarlo con la mirada. Se da cuenta y cambia de tono. Tranquilo, ya te abro, y todo eso. No le digo ni mu. Un gracias corto una vez dentro del piso y me dirijo a mi cuarto. Ya ni hambre tengo. Quiero sentarme y descansar un buen rato. Una ducha no me vendría mal. «Oye, vino Juana» me dice el compañero desde el salón del piso, él todo despacharrado viendo la tele. ¿Qué? «Pues sí, vino al rato que te fueras, te dejaste el móvil ¿sabes? y ella quería verte, muy dispuesta. La acompañé a su casa, de ahí vengo». Me quedé un buen rato parado, frío. Con ganas de llamar mentiroso a mi compañero. Con ganas de correr y coger el celular para llamarle. Con ganas de ella. Pero no. Hoy ya no. No tengo el cuerpo como para fiestas. Y seguro que le soltaría alguna chorrada llena de la mayor estupidez de la que soy capaz. No quiero probar. Ah gracias. Termino por decir al compañero, que ya ni esperaba la respuesta, a su bola. Y hace bien.
Después de un duchazo como Dios manda, me siento otra vez en la computadora, dispuesto a relajarme un poco leyendo y escribiendo, y me encuentro con que no había cerrado la ventana del konqueror, seguía ahí el mismo mensaje con el que la dejé, y con, por supuesto, la misma firma del colega más que vago. Ahora releyéndola le doy toda la razón del mundo. No hay mejor día que aquel en el que no necesitas quitarte el pijama.