Uno de los grandes problemas que tenemos cuando intentamos abordar determinados temas penales, está en que la mera sospecha ya priva de humanidad al presunto delincuente. Así pues, nos cuesta ver en esa persona, victimatario de otra, a una víctima a su vez cuando se comete un delito contra ella. Ponemos por delante, de esta manera, el «se lo buscó» o «se lo merece» al propio Estado de Derecho –lo peor es que lo hacemos levantando la bandera del mismo–; en otras ocasiones, y no pocas cuando hablamos de temas como el terrorismo o ya el racismo y la xenofobia han cubierto de porquería a un grupo humano determinado, con un «si lo han arrestado es que algo habrá hecho» y lo rematamos con el increíblemente idiota «todos son iguales».
En Perú vivimos, con el tema de Sendero Luminoso, MRTA y otros grupos de esa misma índole, una criminalización amplia de las izquierdas; ya puede decir misa la CVR o cualquier juzgado, si en el discurso quedó lo de «había terroristas ahí», en el imaginario colectivo la culpa es de todos los que estaban cerca. ¿Que no había? Da igual. No es raro lo que pasa con la historieta sobre la matanza de Barrios Altos, reproduce un discurso en que las víctimas son culpables por sospecha y se dejan caer insinuaciones que ningún bien hacen a, bueno, nada que no sea el discurso rancio de «hay que matar a todos». Pero voy a dar un paso más: incluso cuando vemos las correcciones que le hacen a ese relato –bien sustentadas en lo que sí fueron los hechos, los culpables y las víctimas–, que rompe una lanza en favor de no dejar caer sospechas ni culpabilizar a las víctimas de nada, se comete un error de bulto: pareciera que si hubiese terroristas en el grupo, el terrorismo de Estado –representado en el Grupo Colina– sí es válido.
Si queremos hablar de Estado de Derecho, si queremos hablar de Derechos Humanos –en ambos casos, con sus mayúsculas bien puestas– nos debe dar absolutamente igual si las personas que se estaban juntando lo hacían por Sendero o por las tuberías del barrio –para la indignación personal no da igual, claro, pero para el tema de los DD.HH. sí debe darlo–, da igual si entre los abatidos en una masacre había o no había alguno de SL, lo que nos interesa es si se procedió correctamente o no. Nos interesa saber si el Estado se comportó como una banda terrorista o respetó los DD.HH. Es difícil, lo sé, el primer sentimiento que nos acude cuando pensamos en el terrorismo es en acabar con él, con la lacra en vidas humanas que cuesta, pero el fuego no se combate con fuego y el Estado no es el portador de la venganza.
Sin dudas, es importante –y varios lo han hecho muy bien– limpiar la memoria de quienes fueron víctimas de un Estado opresor, pero aunque todos y cada uno de los muertos en la matanza de Barrios Altos fueran senderistas, emerretistas o de cualquier otra guerrilla o grupo terrorista de ese momento, o una banda de matones de barrio, no justifica en ningún momento el proceder del Estado: el envío de un destacamento clandestino de ejecución extrajudicial.
En el momento que las acciones del Estado las valoramos diferentes si sospechamos que alguien «pueda» ser de un grupo terrorista –y permitimos cualquier tipo de represión, contando la de «fuera de la ley»– que cuando la víctima es cualquier otra persona, hemos abierto la puerta a todo tipo de abusos, estamos dando carta blanca a que el Estado haga lo que le plazca saltándose la legalidad vigente o cambiándola de tal forma que pierda completamente su sentido. Además, no solo la abrimos para los casos de terrorismo, sino para cualquiera –¿inmigrantes?, por qué no; ¿de otra religión?, claro; ¿rojos?, todos terroristas… sí, como aquel poema de Martin Niemöller atribuido constantemente a Bertolt Brecht–. Por eso hay que tener mucho cuidado en estos casos: no solo debemos aclarar los hechos y quiénes fueron las víctimas, sino que resulta importante recordar que, aunque fueran posibles terroristas, la matanza estuvo mal desde todo punto de vista del Estado de Derecho –como mínimo–; obviar esta segunda parte es entrar en el juego de justificar matanzas siempre y cuando haya posibles «elementos a eliminar» entre los muertos… por esto mismo resulta tan difícil defender ante la opinión pública lo incorrectas que fueron matanzas como las del Penal Miguel Castro Castro. Y así piensa tanta y tanta gente en nuestro país, que sigue dando votos a un partido que se enorgullece de una lucha antiterrorista que debería, más bien, avergonzarles.
Por supuesto, este tipo de pensamiento ha ido calando en todos los países más o menos democráticos, al punto que a comienzos del 2000, tras «ese» 11-S, una expresión peyorativa como «Derecho Penal del Enemigo» pasó a estar no solo justificada en los corros policiales y represivos, sino santificada por medios de comunicación y aceptada por la población, que preferirá con mucho la muerte de un inocente a que un culpable pueda quedar libre. Así engendros como Guantánamo –a Obama le quedan cuatro noticiarios y no lo ha cerrado– hasta tienen buena prensa en muchos sectores.
Ese es un ejemplo facilón de lo que les estoy hablando, pero nos pasa lo mismo cuando en Venezuela a cualquiera que no esté con Maduro se le tacha de golpista y ya, por arte de magia, se le puede reprimir sin ningún problema; también ocurre en países como España, donde los CIE demuestran que al extranjero, al diferente, se le puede tratar como una no persona –y así lo dejó claro la Unión Europea cuando firmó con Turquía el tema de los refugiados–, o donde un candidato a Lehendakari le negó la calidad de víctima del terrorismo a una mujer que había perdido a su hermano por parte de un atentado terrorista simplemente porque el victimatario fue el terrorismo de Estado –GAL– y la víctima presuntamente era etarra.
Es lo que hacemos: reservamos los derechos humanos para las personas y decidimos que unos seres humanos son personas y otras son no-personas, estas últimas pierden, en ese momento, todos sus DD.HH. –lógico, ya no son personas– y con ellas el Estado puede hacer lo que le venga en gana; el Estado o cualquier ángel vengador en su nombre –como pasa en la frontera de Estados Unidos con esas patrullas «antiinmigrantes»– .
Cuando nos fijamos en la inocencia o culpa de la víctima, en realidad estamos justificando enteramente esta perversión del sistema penal: si es culpable de algo, deja de tener derechos.
Si nos saltamos, con esa lógica, la base de los derechos humanos –toda persona los tiene independientemente de ellas mismas, sus deseos o acciones–, estos derechos dejan de existir como universales y se vuelven una capa de protección para unos pocos. Entramos, además, en un juego perverso donde las víctimas –sus familias– deben demostrar su «no culpabilidad» de algo que, en ningún caso, justificaría el trato que se les ha dado –insisto, en casos como el de Barrios Altos hablamos de una matanza perpetrada por el terrorismo del Estado, un grupo militar que actuaba por fuera de la ley; eso es condenable siempre–.
Si creemos realmente que la violencia terrorista no tiene justificación alguna, dejemos de abrir las puertas al terrorismo de Estado. Debemos evitar el «Derecho Penal de Autor» –que es pervertir, en el fondo, el sentido de los DD.HH.– y, evidentemente, no debemos justificar que el Estado actúe en contra de sus propias leyes.