Cambio

-Te veo realmente contenta- dijo Sinclair, mientras terminaba de preparar el desayuno, cuando vio a su esposa cruzar el umbral de la puerta de la cocina.

-¿Cómo no estarlo? ¡Por fin!-contestó ella con una sonrisa entre perezosa y entusiasmada, de recién levantada.

Ambos continuaron sus quehaceres matinales sin más interrupción, solo con el zumbido de fondo de la televisión; tenían puesto el canal de noticias, así que escuchaban todas y cada una de las posibilidades planteadas en los días anteriores sobre el gran acontecimiento, oyeron interminables debates entre expertos, expertos de todo y nada, sobre qué pasaría si tal o cual fuera el elegido.

A Sinclair le daba completamente igual la situación, para él este era un día normal y aburrido, en el que tendría que ir a la oficina como todos, como siempre, manejaría la misma documentación de cada día, debería aguantar al jefe que tiranizaba su día a día diciéndole lo que ya sabía, se vería obligado a soportar a Roger, de contabilidad, y sus interminables historias de nada, pero al menos podría tomarse un café tranquilo y ameno con Claudia y con Marco, siempre con sus charlas entretenidas sobre el último serial visto o libro leído, eso sí valía la pena. Tal vez en el almuerzo le tocaría sentarse con el grupo de «los deportistas», como él los llamaba, esos que solo hablan y hablan del último partido de lo que sea, desde bádminton hasta ese nuevo deporte que nadie terminaba de entender y cuyo nombre él no conseguía recordar, pero los robots se arreaban bien. Daba igual. Otro día más en la oficina.

No entendía, realmente no entendía, el entusiasmo de Esperanza sobre el tema, no lo entendía para nada, claro, era otro de los rasgos que no entendía de su extravagante pareja. Estudió una de esas carreras que se mantienen porque son tradicionales, algo de Ciencias Políticas, ¡como si eso fuera una ciencia! Trabajaba de lo que podía, sacaba el día a día de forma anárquica, tediosa o divertida, según correspondía, una «profesional liberal», sin oficina ni horarios, pero atada por completo a lo que hacía. Desde que se supo -y ella venía diciéndolo desde meses atrás- que habría un cambio de gobierno, ella no dejaba de escribir, en panfletos más que en medios serios, en la Red, y demás, sobre «El Acontecimiento», así, con mayúsculas, eso le había acarreado algunos problemas, a los dos, la policía tocó su puerta un par de veces, «debería alejarse de ella, Señor Sinclair», le dijo una vez uno de los policías, con genuina paternal preocupación.

En los escritos y en el entusiasmo de Esperanza había algo perversamente incorrecto, él lo sabía, ella no estaba contenta por el cambio en sí mismo, entendía, como lo hacen todos, que simplemente era rutina, el agotamiento de un mandatario, ella quería que sirviera para «el despertar del pueblo», él no la comprendía realmente, sabía el significado de las palabras pero no el sentido de sus frases, le sonreía y le preparaba una taza de café antes de él irse a la cama, ella seguiría escribiendo un par de horas más, por lo menos.

De camino al trabajo Sinclar cogió uno de esos periódicos gratuitos cuya principal función era entretener a los lectores mientras tomaban el Cercanías, no servían para nada más, y lo más divertido no eran las noticias, ni siquiera la sección de juegos con el Addoku y similares, sino buscar las faltas ortográficas o gramaticales, esos chicos que aporreaban teclas eran incapaces de escribir dos líneas correctamente, también es cierto que poca gente lee de verdad en esta época, dentro del vulgo solo los oficinistas como él mantienen la costumbre de hacerlo correctamente, se juegan el puesto si no lo hacen. Ya lo decía Esperanza, Claudia y Marco son una gran excepción, gente que sigue leyendo clásicos tan viejos como «As intermitências da morte», «El sueño del celta» o «Atemschaukel», él, aunque no los leyera, sí que había disfrutado con el comentario entre sus compañeros y pareja de los mismos, así como era capaz de disfrutar con novelas más recientes, moralmente más correctas… algún día se atrevería con esos clásicos.

La portada del rotativo rezaba: «La KKK liztha p’al cambío». «Al menos han acertado esta vez con las siglas de la Cámara Confederal de Comercio, que no es CCC como a veces lo ponen, hay que colocar la KKK para respetar las siglas en alemán, que es un nombre propio», pensó Sinclair mientras marcaba todas las faltas que iba encontrando, a veces pensaba en marcar las palabras bien escritas, pero así acabaría muy pronto…

Para él era todo muy sencillo, la KKK le había bajado el dedo a Rodríguez de Rivera, tras tantos años de mandato, al sujeto se le había ocurrido tener una agenda propia, y eso en la Confederación estaba más que prohibido, no era una regla escrita, sino tácita, que todos comprendían y seguían al pie de la letra, valga la expresión, sólo existía una vía para hacer las cosas y la KKK estaba para hacerla seguir, sin alternativa, así que iba a proponer a Las Cortes estatales un nuevo gabinete, capaz de hacer Lo Correcto y Lo Adecuado, por el Bien de Todos, para eso estaban Las Cortes y los mandatarios, no para experimentos sociales extraños.

*****

-Así es, al final han nombrado al tal Tensu Risco- comentó con suficiencia Roger -ya todo está terminado- sanjó con tono solemne, para saltar así a una de las historias sobre la nada que tanto detestaba Sinclair, algo sobre la playa en vacaciones y un chiringuito llevado por un extranjero, ni pies ni cabeza e incoherente todo.

Sinclair estaba medio paso por detrás del corrillo entorno a Roger, no le hacía ningún caso a la historia, mucho tiempo atrás aprendió a desconectar en esas interminables conversaciones, y seguía nomás el comentario «de fondo» que algunos hacían, asentía a la vez que el resto, reía como a la par que el grupo, era un ser total y absolutamente sociable. Su mente, más bien, se quedó con lo primero, «¿Risco? ¿Él no era el tecnócrata que más detestaba Esperanza?», se preguntaba a sí mismo mientras buscaba en sus recuerdos recientes una respuesta.

El trabajo de la mañana era inusualmente poco, pero en vez de llegarle varios expedientes a la vez, iba recibiéndolos conforme acababa uno, así estaba de forma constante ocupado sin poder adelantar nada de trabajo, su ritmo estaba impuesto, él lo sentía así, por la cadencia en que los documentos llegaban. Esto no era nada extraño, más bien era la lógica de los días con poco volumen de documentación a tratar, una vez, cuando era un novato insensato que preguntaba cosas, le comentó a un compañero que él estaba seguro que no les querían mandar toda la documentación de golpe, para tenerlos en un constante y tedioso trabajo todo el tiempo, con las pausas pactadas para los descansos de rigor únicamente, el compañero, un veterano de la empresa, se rió en su cara, le llamó de paranoico para arriba, y puso una nota de queja de «anticompañerismo», eso le valió un negativo en el expediente que aun hoy figura, ya no volvió a hacer preguntas, ni a sus compañeros ni a sí mismo, aceptaba que el trabajo debía estar controlado y encontró la respuesta en la lógica social más básica: Quien paga manda.

Eso funcionaba fuera de la empresa y dentro de ella, si el empresario quería un ritmo determinado y constante, él no podía siquiera cuestionarlo. Cuando era joven le parecía que más bien era una forma improductiva e insatisfactoria de trabajar, él prefería tener todo y poder acabar cuanto antes -siempre haciendo lo mejor posible- para tener más tiempo libre, ¿pero quién era él para plantear qué era Lo Correcto? ¿Acaso él era dueño de la empresa? ¿Gestor de la misma? Era un ni siquiera que no debía opinar de nada, no era Justo, según le habían enseñado toda la vida, que se inmiscuyera en esas cuestiones, no era Justo para con sus compañeros que las planteara. «Oveja negra». Eso le dijeron una vez en el liceo. Él no quería defraudar a nadie, así que se esforzó a ser como todos y competir con todos como mandaban los reglamentos, y a hacer lo que se le mandaba.

Cuando Sinclair se ponía nostálgico pensando en esos tiempos y temas solía sonreír al imaginarse la niñez y juventud de Esperanza, cuando él le preguntaba, ella solía ser bastante esquiva, pronto aprendió a no preguntar, como todo en la vida, pero si él había vivido todo eso, ¿¡cómo sería la juventud de su querida!? «Un infierno de placer», se decía a sí mismo a modo de conclusión.

Un fuerte ruido y unas carcajadas regresaron a Sinclair al mundo de los vivos, algo se perdió en la oficina, todos menos él eran partícipes, no era la primera vez que pasaba, ni sería la última, había conseguido que sus reflexiones pasaran, externamente, como mera distracción del mundanal ruido, era mejor ser un despistado que un soñador, más en los tiempos que corren.

Volvió a pensar, no ya en el pasado, sino en el futuro, estaba intentando centrarse en el nuevo Presidente de Gobierno, bueno, el que las Cortes elegirían como Presidente durante el próximo pleno, que la KKK no tiene poder para dar títulos oficiales a nadie, como todo mundo sabe y entiende, no por gusto viven en una democracia en la que cada tres años eligen a los miembros de las Cortes estatales, cada dos años a los miembros de las distintas asambleas autonómicas y cada ocho años a los miembros del Parlamento Confederal, órgano este último que nadie sabía bien para qué servía, teniendo en cuenta que el Concilio Confederal de Presidentes Estatales legislaba además de ser el ejecutivo de la Unión.

*****

El «electo presidente» Risco ya estaba dando su discurso, todos podían escucharlo, los altavoces y televisiones en las oficinas de todo el país retransmitían el «momento histórico» en el Estado, a su lado se podía ver al presidente saliente con caras de pocos amigos, y la escolta policial cercana no auguraba una salida decorosa del mismo. Algo extraño.

En momentos como ese, cuando el oficialismo obligaba a todas las pantallas a retransmitir un discurso, Esperanza siempre, pero siempre, comentaba: «Nuestro minuto de odio, pero más largo», Sinclair, gracias a sus amigos Claudia y Marco, descubrió que era una referencia literaria, aunque no terminó de entender a qué se refería Esperanza con dicha frase, eso sí, cada vez que le era imposible escaparse de las transmisiones oficiales recordaba la sentencia de su pareja.

El discurso era extremadamente parecido al dado un par de meses atrás por el presidente recién elegido por las cortes estatales de otro de los miembros de la Unión, loas a la «alternancia» y a la necesidad de hacer Lo Correcto, Lo Justo, Lo Equitativo, «hay que hacer lo que hay que hacer», siempre repetían esto, junto con lo de «el gobierno debe gobernar», Esperanza solía burlarse de todos ellos definiéndolos como «los dioses tautológicos». Esto retrotrajo a Sinclair a una anécdota pasada semanas atrás:

-Siempre están igual, igual, no explican nada, se repiten como loros, detesto la vacía retórica de los dioses tautológicos- gritaba Esperanza sinceramente ofendida mientras escuchaba la comparecencia del Gobernador del Banco Central.

-Deberías calmarte, explican las cosas para que todos podamos entenderles, no todos tenemos tu formación- Sinclair marcó con cierta sorna ese «tu formación», ese día estaba francamente cansado de la constante actitud crítica de Esperanza.

Esperanza le miró, de la ira con el mundo a un rostro condescendiente, pero aun con el rostro rojo contestó:

-El problema es ese: No las explican. Dan por hecho no solo que hacen «lo correcto», sino que es correcto solamente porque es la decisión que han tomado, justifican la elección en la falta de alternativas, pero estas existen, siempre las hay, pueden ser mejores o peores…- miró a Sinclair un momento, observó que él estaba escuchando como un pequeño alumno, su actitud había cambiado, pero el ambiente seguía tenso entre ellos, así que continuó: -Siempre te burlas de mis estudios- y con un gesto detuvo la automática excusa que brotaba de los labios de Sinclair -, dices, y con cierta razón, que no puede ser una «Ciencia», las cosas no son como en las mates, dos más dos no existen, y por supuesto, no siempre dan cuatro. Puedo aceptar que quieran «lo mejor para todos», digamos que todos lo queremos, pero hay diferentes formas de conseguirlo, o incluso, de entender qué es eso de «lo mejor para todos», pero incluso si todos estuviéramos de acuerdo en qué es «lo mejor para todos», hay alternativas, simplificándolo mucho, es como si varias personas quieren ir al centro desde acá, ¿existe un único camino?, no, hay varios, y todos tienen pros y contras, así uno puede querer ir en Cercanías, otro en vehículo propio, otro a pie, otro en bicicleta rodeando el parque, otro en bicicleta pero cruzándolo… y así infinidad de posibilidades, todas con sus ventajas e inconvenientes, todas afectan de forma distinta al medio en que se desarrollan, y la cuestión es elegir la vía para el objetivo, nunca podremos decir que «Lo correcto es el Cercanías porque no hay alternativa y hacemos lo Correcto al elegir el Cercanías», que es básicamente lo que hace toda autoridad.

Sinclair no pudo reprimir una sonrisa, le encantaba la vehemencia discursiva de Esperanza cuando se ponía en plan «profesora», él no podía rebatir nada de lo que ella decía, aunque todo su ser se sentía ofendido, su educación entera iba en dirección contraria a las palabras de «su chica», pero aun así…

Tras este recuerdo Sinclair volvió a mirar con atención las pantallas, estaban los comentaristas de turno aplaudiendo las palabras del nuevo Presidente, ¡qué perfección en el discurso! Clamaban todos, la ovación y los aplausos, por lo visto, continuaba en el hemiciclo, estarían así un buen rato más.

*****

-Hoy tengo ganas de llegar a casa para ver a Esperanza- confesó Sinclair a Marco ante la máquina de café.

-Ah, pillín, así que el señorito tiene ganas de practicar para la procreación, te entiendo, te entiendo- comenzó a burlarse Marco, Sinclair le rió la gracia pero retomó rápidamente la conversación que quería plantear:

-No macho, no, que quiero escuchar qué opina de todo lo de hoy, sabes, ella realmente estaba entusiasmada.

-Que sí, que te entiendo, a ver cuándo quedamos para un café y tal,que también tengo ganas de tertulia con ella.

Siguieron hablando durante su descanso de quince minutos para el café, ya de todo un poco, y quedaron para un café dentro de dos semanas, cuando las agendas y los turnos lo permitan, que cuatro o cinco coincidan en el mismo día de asueto a veces es difícil. Se despidieron y cada uno se dirigió a su puesto de trabajo, aun quedaban un par de horas largas de laburo.

Sinclair se apuró para tomar el Cercanías de las ocho y cuarto, así no tenía que esperar hasta y media, algo que le solía pasar bastante, todo para llegar pronto a casa. Llevaba un rato telefoneando a Esperanza pero ella no lo cogía, ¡siempre perdía el celular! Mejor el cara a cara, siempre. Lo consiguió, sudando pero lo consiguió, cogió el Cercanías que más pronto lo llevaría a casa.

Todo desordenado. Cuando Sinclair cruzó la abierta puerta de su departamento se encontró con todo roto y desordenado, un pequeño huracán había pasado por ahí. O eso parecía. Él no entendía nada, ¿sería un robo? No eran usuales, no en las casas, no con la seguridad existente. Llamó al Conserje del bloque el cual le comunicó escuetamente que mirara sobre la mesa, que tenía un comunicado, que había pasado la policía un par de horas antes… Sinclair corrió a la mesa del pequeño salón y encontró la nota, era una orden de registro de la habitación, no tenía derecho ni a preguntar por qué la hicieron ni a recurrir el acto.

Sinclair estaba aterrado, llamó a la policía que le refirió el contenido de la orden, no tenía derecho a preguntar. Esperó a Esperanza durante horas, no podía dormir, no podía descansar. Nunca llegó. Nunca.

Esperó los tres días preceptivos para denunciar su desaparición, a lo que recibió una respuesta oficial una semana después: No estaba desaparecida, pero no iba poder ser contactada por civiles. Malo, muy malo. A través de un contacto de Esperanza consiguió saber que Esperanza estaba detenida en una Base Militar en una isla, y que era mejor que no hiciera muchas preguntas, ni hablara del tema, porque sino él acabaría en otro enclave similar.

Al día siguiente fue al trabajo, como siempre hacía, pero ya nada era igual. Semanas atrás cambió el gobierno y cambió radicalmente la vida de Sinclair, cuyo mundo se desmoronó por completo.

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