Llevo tanto (temporalmente hablando) escribiendo en esta bitácora que no sé bien qué temas ya he tocado; sobre todo porque muchos borradores acaban en la papelera de reciclaje antes que en la portada de este pequeño espacio donde grito. Uno de los temas que creo tengo pendiente es la forma en que entablamos discusiones (en el buen y correcto sentido). Demasiado fácil caemos en la ridiculización del pensamiento del otro para poner, sobre el mismo, nuestro razonado ideario. Así pues, normalmente señalamos pensamientos supuestos de la contraparte que son fácilmente rebatibles y creemos que la tarea ya está hecha. Hemos ganado. ¿El qué? ¿El demostrar que no somos capaces de hablar como adultos responsables y que sabemos solo tirarnos porquería? En realidad hemos ganado en hacer un dos en uno, una apelación al ridículo y hemos creado un hombre de paja.
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¿Y el diálogo dónde quedó?
Para vivir en sociedades formalmente democráticas estamos muy poco acostumbrados a ejercer de ciudadanos, más aun, usamos y permitimos que se usen excusas muy poco democráticas para no hablar o debatir ciertos temas: «ahora no es el momento de hablar de tal» (nunca es el momento, cuando las cosas van mal, porque van mal, cuando las cosas van bien, porque van bien), «mejor no hablemos de pascual porque polariza a la población» (oiga usté, si nos quedamos solo con lo que ya tenemos consenso, ¿para qué cornos sirve la democracia?). Hemos llegado (estuvimos siempre ahí, me temo) a un punto en que no se puede plantear nada fuera de un pequeño marco existente (muy pequeño) donde la conversación, el debate, la discusión, son reemplazados por insultos sin más, por ataques contra el adversario y no contra su idea (ey, muchacho, flaco favor le haces a tu causa si reduces todo, como insulto y descalificación máxima, a independentista, fujimorista, terrorista, comunista, o el epíteto que toque en cada caso; ninguna de esas condiciones descalifica su opinión o razones).