El día comenzó para Raúl como lo hacen todos los días en que uno viaja de vuelta: Con ajetreo. Muchas idas y venidas, de arriba a abajo, de un lado a otro, mirando que todo esté como debe estar al momento de emprender el viaje, que nada se quede en tierra, que las botellas estén bien embaladas y los regalos protegidos de todo golpe, que las maletas tengan los candados debidos y que todo en la habitación quede más o menos ordenado, listo para que el anfitrión durante ese par de semanas pueda volver a usar ese cuarto con su fin usual y no con la visita de esos días. Las llamadas en la mañana para las despedidas apuradas son parte del quehacer. El nunca corto trayecto al aeropuerto ya casi con la hora encima solo sirve para recordar esas pequeñas cosas que faltaron por hacer, esas prendas de vestir que se quedaron sobre la cama dobladas esperando ser ordenadas en la maleta…
En el aeropuerto lo de siempre, inmensas colas ante pocas ventanillas habilitadas por la aerolínea para atender a los cientos de personas con billetes de turista, mientras que hay un par de ventanillas para las clases «superiores», vacías de tan poca gente que despachan, y que no se ensucian con la plebe, todo ello rodeado de cientos de ventanillas que nadie usa en ese momento, demostrando una vez más que organizar mal las cosas es práctica usual en todo tipo de instituciones, y que los pasajeros importan tanto como el dinero invertido en sus derechos.
En la larga cola el desaliñado de Raúl, porque hay que reconocerlo, iba como le daba la real gana, típica barba naciente de un par de días desde el último afeitado, un polo no demasiado viejo pero nada nuevo, pantalón jean oscuro y gastado, zapatillas comunes y corrientes y expresión perdida más que nerviosa, con el tedio escrito en la frente y el cansancio de las últimas jornadas grabadas como orejeras tras unos ojos perdidos en cavilaciones varias sobre lo mal que funciona el mundo y parte del extranjero… Como decíamos, en la cola el desaliñado Raúl, recibió la visita de un agente de seguridad de migraciones.
– Me enseña los documentos por favor – espetó el agente.
– Sí, claro, acá los tiene – contestó extrañado Raúl al ver que el «segurata» vestido de civil pero con placa identificativa se había dirigido directamente hacia él, cruzando media cola, y no había preguntado nada a nadie en todo el ya largo rato que duraba su paseo estático ante las ventanillas de facturación, le extendió el pasaporte y demás.
– ¿Cuál es el motivo de su viaje? – preguntó el agente mientras miraba por encima los documentos entregados. ¿Qué esperaba que conteste? pensó Raúl, pues como es lógico, él contestaría lo que sus documentos dicen, y así hizo: Turismo.
El de migración le miró de arriba a abajo, no le convencía la respuesta, y menos la velocidad con que se la sacó el desaliñado interrogado, y menos lo que veía en sus documentos. Continuó con las preguntas sobre el motivo del viaje, que exactamente dónde y con quién se quedó, que si era un familiar, y que dónde, nuevamente, estuvo –por lo visto el «solo en la ciudad» no le convencía absolutamente nada–, por supuesto, el agente se negaba a contestar las preguntas que el interrogado le hacía, si algo llevan mal las personalidades autoritarias es que se voltee su papel.
El agente no terminaba de entender eso de las varias nacionalidades de Raúl, menos que le estuviera mostrando un pasaporte que ponía como ciudad de origen justamente la que venía a visitar de turista sin que la nacionalidad de ese pasaporte sea la del país que en ese momento pisaban, el agente, simplemente, no entendía bien la situación, pero los documentos estaban en perfecto orden, y la historia cuadraba.
Raúl mientras tanto no dejaba de pensar en posibles respuestas ingeniosas, en plan «pues vengo a organizar un atentado contra el Presidente», como vio en un capítulo de Los Simpson donde dicha opción estaba en la propia tarjeta de migraciones, o decir lo de «traigo una bomba», pero desechaba la idea rápido pensando en las negativas consecuencias de esas bromas, como a la británica arrestada años atrás en Estados Unidos, cuando en un control aeroportuario dijo, bromeando, que llevaba una bomba, y acabó con sus huesos en la cárcel temporalmente por «falsa amenaza».
La facturación pasó como tenía que pasar, simple y sin problemas, la maleta ni siquiera estaba del todo llena, le sobraban quilos por todos lados, y la de mano ni la pidieron para pesar –mejor, pensó Raúl–, como mucho le preguntaron si llevaba algo prohibido en dicha maleta –y acá le vinieron las mismas ideas que antes sobre posibles respuestas, todas ellas descartadas al instante–. Cuando Raúl se disponía a abandonar la zona de facturación el trabajador de la aerolínea le pidió, amablemente, que esperara un momento…
Apareció el mismo agente que antes, que solicitó al trabajador que le indicara qué maleta era del pasajero Raúl, y a este le solicitó que pasara atrás con él para una revisión al azar. Sí, al azar. Sería continuación de la anterior, porque sino es como ganar dos veces seguidas la lotería, y eso solo está disponible para los personajes que lavan dinero comprando billetes de lotería premiados por mucho más de su valor.
– ¿Qué criterios siguen para la selección de las personas que revisarán? – preguntó distraído Raúl al agente mientras abría los candados de su maleta en un pasillo tras la zona de facturación.
– Señor, quiero que entienda que ha sido elegido al azar para una revisión rutinaria – contestó sin dilación el agente mientras se ponía los guantes blancos de látex. –Si no tiene nada en su maleta no se tiene que preocupar por nada– concluyó.
– Claro que no tengo nada, no recuerdo haber metido bombas en la maleta – replicó algo indignado Raúl –, sé que están haciendo estos controles a la gente, pero no tiene por qué gustarme, y no creo que sean al azar – no era la primera vez que a Raúl le hacían algún tipo de «control especial», ni era un «inocentón» que se creyera lo del azar cuando existen protocolos para decidir a quién y por qué se le revisa el qué –.
El agente se rió ante la idea de la bomba declarada mientras seguía urgando en la maleta. Nada por acá, nada por allá, conversación intrascendente mientras seguían metiendo mano a la maleta, ciérrela, ya gracias. Se acabó la revisión…
Raúl salió de la zona de facturación mirando por encima del hombro al agente para ver cómo este colocaba la maleta en la cinta de facturación para que vaya a la zona de carga y descarga como el resto de maletas, para comenzar su insufrible paseo de golpes y pérdidas como toda hija de vecina que se precie y pase por los sistemas usuales.
La maleta de mano no fue tocada en ningún momento, ¡vaya seguridad!, pensó Raúl, al pensar cómo habían desnudado su no tan ordenada maleta destinada a la bodega del avión pero la de mano no fue ni mentada por el agente ni, por supuesto, revisada. ¿Qué clase de revisión se hace solo sobre una de las dos maletas? Moraleja: Si usted lleva bombas o coca, hágalo en la de mano.
Pero no fue todo lo que Raúl se preguntaba, le daba vueltas aún a eso de «¿Motivos de su viaje?», una y otra vez le venían preguntas de todo tipo y se planteaba el cómo se puede plantear una pregunta más absurda cuando se está abandonando el país donde se ha estado, y cómo, en todo caso, una persona que entra con una excusa mantendrá la misma hasta el final, y una mera pregunta por un agente de migración no solucionará nada por ninguna parte.
La siguiente vez, pensó Raúl, contestaré que vine para matarlos a todos, pero no me dio tiempo.