Desde antes de las elecciones el movimiento encabezado por Pablo Iglesias –luego llamado Podemos- ha tenido una trascendencia pública tal vez mayor a la que los más optimistas en el partido esperaban y deseaban. Supieron jugar sus cartas y que todos hablasen de ellos -algo positivo en ese mundillo-, ya sea para mostrarles como una alternativa a los anquilosados partidos en el poder, sobre todo los de la izquierda institucional -IU y PSOE, fundamentalmente- o para que les muestren como la «nueva amenaza roja» -cosa que les reafirmaba ante su potencial electorado-. Algunos partidos han sobredimensionado todo lo que significa o podía significar la cuarta nueva fuerza electoral en España -y lo han hecho para lastimar a su principal competencia y para reafirmarse ante su propio electorado, no por error o falta de olfato político-. Tras las elecciones europeas, además, se (¿nos?) lanzaron a analizar quiénes podían ser los votantes de Podemos, los reales y los potenciales -importante esto último cuando las encuestas muestran una tendencia al alza de este nuevo partido, que recién se está configurando-.