Parte del discurso anticastrista suele poner sobre el tapete la dificultad de salir de Cuba. Es cierto, en Cuba se ponen más trabas para «salir» que en otros países del entorno latinoamericano (donde no es barato tampoco obtener el pasaporte, ni la mayoría puede costearse el salir del país), así lo reproduce este domingo Yoani Sánchez en El Comercio, en un artículo titulado «El calvario para salir de Cuba». Es cierto que todo eso pasa en la isla donde el sueño socialista tiende a parecer una pesadilla a ratos e injustificable que ocurra desde un punto de vista doctrinal (la doctrina que dicen seguir), y también lo es que un «derecho humano» como el de «salir libremente» y «regresar a su país» es vulnerado en Cuba (artículo 13.2 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y el art. 12.2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, aunque Cuba lo ha firmado pero no ratificado, así que no sería de aplicación para ellos)…
A veces parece que Cuba es una excepción de algo que no pasa en ningún otro lado, sabemos que esto no es cierto (aunque no debe suponer una justificación de lo que ahí pasa), no son pocos los estados que no solo restringen salir, sino el movimiento libre dentro de sus fronteras (algunos «tan democráticos» como Israel), con lo que hay una doble vulneración de ese «derecho».
Pero de eso no quería hablar, no por completo, sino de: ¿De qué sirve el derecho a «salir» si no tienes el derecho a «entrar»? Lo pregunto en serio la verdad. Evidentemente no todo es negativo en la existencia de un «derecho a salir» (así el propio país no se convierte en una gigante cárcel, aunque pueda ser de oro, aunque normalmente sea de metal oxidado). Sánchez pone en relevancia la dificultad que los cubanos tienen al pedir visados, eso contado en un diario peruano solo puede acarrear una sonrisa con el «anda que para nosotros…» en la punta de la lengua. No solo es difícil, sino que es costoso.
Los estados tienden a cerrar sus fronteras, y a vejar a quienes no tienen los respectivos permisos, y si hablamos de los países del mal llamado primer mundo, existe toda una persecución y criminalización de la inmigración irregular a la par que se dificulta la regular. Así tenemos un mundo donde salir se puede, pero ¿salir a dónde? si todas las puertas están cerradas a cal y canto.
Esto no pasa a todos, por supuesto, muchos estados abren sus puertas específicamente a los ciudadanos o residentes en otros que, esperan, dejen dinero dentro de sus tierras (sea por turismo o por negocios), que no se queden, o porque esos países comparten proyectos comunes más fuertes (como puede ser la propia UE), aunque de cuándo en cuando el racismo se haga presente y se deporte masivamente a nacionales de otro estado con el pretexto de la seguridad pública (sí gobierno francés, pienso en tus acciones contra los rumanos de etnia gitana, injustificable). Pero son los menos, son los privilegiados, los que tienen pasaportes con los que viene no solo el «derecho a salir» (proclamado desde hace más de 60 años) sino el «derecho a entrar» (cada vez más escaso), esos que se sorprenden cuando sus privilegios no existen («no señor, lo siento, para entrar acá necesitas visado especial», que le dijeron a muchos peninsulares ibéricos en su reciente viaje hacia el Sahara Occidental, cortesía de los «amigos» gobernantes en Marruecos), y no ven que para el resto del mundo ese visado es requisito en todo caso.
En realidad ese «derecho a salir» está incompleto si no es acompañado con un «derecho a entrar», cuando esa «circulación» se limite, como libertad, solo a las fronteras del propio país, y ni siquiera se cumpla en todos los casos, es un primer (y significativo) paso, pero insuficiente si queremos configurar un «derecho a migrar», un derecho que debería existir tanto en Cuba como en el resto del mundo.
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