«Es evidente que en tanto tengamos un amo en el cielo, seremos esclavos en la tierra.» M. Bakunin
A veces, y solo a veces, parece que nos olvidamos que la Ciudad del Vaticano es un Estado independiente (desde 1929, oficialmente «Status Civitatis Vaticanæ», y antes de 1870, existieron los Estados Pontificios), un microestado si se quiere, pero es un poder reconocido internacionalmente. Más aun, de vez en cuándo, es la propia jerarquía católica la que nos recuerda que tal o cual privilegio del que gozan en nuestros países no se debe a una ley o a la Constitución nacional, sino a un Tratado Internacional (con mayúsculas) entre dos poderes que hay que respetar porque ambas partes lo firmaron (obviando que los tratados también se denuncian, esto es, pueden romper o renegociar, si se quiere). Nuestros países tienen embajadores en el Vaticano, y el Vaticano los tiene en nuestros estados (los nuncios son eso, por si no lo sabían). El Vaticano, cuyo Jefe de Estado es el Papa, es una teocracia, un país confesional cuyo líder político es líder religioso y su palabra es la de dios, por así decirlo. Es una monarquía absoluta, donde el Sumo Pontífice es la cabeza de los tres poderes, electiva, pero no una democracia. El gobierno es elegido por el propio Papa (Secretario de Estado, que le llaman) y no hay vuelta que darle.